En el año 2030 un grupo de actores, universitarios e inadaptados fundaron una universidad nómada que, durante algunos años, se movía por las abrasadoras y heladas arenas del Sahara. Sus aulas, móviles y elementales, acompañaban la vida de esos pueblos inocentes que no saben quedarse en un sitio porque no hay sitios, pueblos que no saben relacionar la infancia con un jardín o una playa.
Entre
alumnos y profesores se establecía una relación eterna, pues nada empezaba o
acababa para siempre. Todo retornaba y las enseñanzas eran circulares. Gentes
que continuamente se separaban sin saber despedirse.
La
Universidad del Desierto, metafórica y abstracta pero real, no pretendía
construir personas para ganar el futuro, al contrario, su objetivo era preparar
un nuevo pasado, una nueva memoria.
Allí
ningún saber tecnológico tenía legitimidad, ninguna ciencia posterior a Newton,
ninguna creación literaria o artística que se hubiera topado con el torbellino
del siglo XX y sus consecuencias. De hecho, la intención de la Universidad del
Desierto era educar personas que no necesitaran el siglo XX para entender lo
humano.
Había
clases de buena crianza, de sexo, de matemáticas, de meteorología, talleres de
magia, de caligrafía, de lenguas muertas, también seminarios sobre el arte de
viajar o sobre el cultivo del albaricoque.
En la
Universidad del Desierto se concedieron varios doctorados honoris causa: el príncipe de Salina, Fernando Arrabal, Harry
Heller, Roberto Bolaño o Elisabeth Costello.
No es
que no se distinguiesen bien los límites entre realidad y ficción, es que
directamente esos límites no existían en la Universidad del Desierto.