Paul Auster y J. M. Coetzee, Aquí y ahora. Cartas 2008 – 2011, traducción de Benito Gómez y Javier Calvo, Anagrama & Mondadori, 2012.
La lectura de la correspondencia entre Coetzee y Auster, publicada el pasado año en español, es todo menos sorprendente. John es Coetzee a toda máquina, una máquina muy inteligente y humana, a la vez que, por escéptica y sombría, en ocasiones parece inhumana. Y Paul es Auster al cien por cien de sus glamurosos azares. Ya digo, poca cosa resulta reveladora. Es curioso que durante el intercambio epistolar, tanto Coetzee como Auster, se quejen de los posibles criterios que han guiado la edición de la correspondencia de Beckett, ya que sospechan que los herederos han querido delimitar demasiado lo personal de lo literario, eliminando, se supone, lo que puede aportar una correspondencia para el lector curioso. Lo interesante de las cartas cruzadas entre Coetzee y Auster entre 2008 y 2011 es que el lector puede poner la imaginación en vez de la curiosidad y llegar a algunas conclusiones sobre la vida y las opiniones de ambos.
La publicación de correspondencias es
un asunto que no está nada claro entre los mismos escritores. Es decir, todo lo claro
que pueda estar entre los eruditos, críticos o filólogos, partidarios de
publicar todo lo que se haya escrito sobre la tierra, incluidos los papeles
privados o las listas de la compra, pues así de oscuro está para muchos
escritores que, como cualquier mortal, también escriben papeles privados y
listas de la compra que, en ocasiones, se arrepienten de no haber destruido.
Aunque me temo que aquí se estén desarrollando otros estatutos éticos y
estéticos en estos años o minutos dominados por los estados de Facebook y los followers
en Tweeter. La publicación de una correspondencia
real de Milan Kundera es un hecho imposible. Como imposible sería pensar que el
autor de La broma abrazara la fe en
las redes sociales. Pero situémonos. Kundera considera que Brod traicionó a
Kafka (ese es el eje de su ensayo Los
testamentos traicionados) y, según intenta demostrar, debido a esa traición
se colaron banalidades, manipulaciones y censuras que ha costado casi un siglo
remediar. Pero no se ha podido remediar lo ya hecho, nunca es posible
despublicar lo publicado. Kundera cree que el testamento de Kafka debió ser
respetado, a pesar de los eruditos, críticos y filólogos que, en el fondo, entienden
la traición de Brod. Pues bien, las cartas cruzadas entre Coetzee y Auster no
suponen ninguna traición, no son papeles privados, están pensadas para ser
publicadas. Los dos corresponsales han pactado un plan de actuación, una hoja
de ruta epistolar que estaba abocada a una publicación de estas características
en vida de los autores. «Nos escribiremos cartas durante unos años y luego las
revisaremos y publicaremos una selección», esa conversación, o alguna parecida,
está en el origen de este libro.
No, no es un libro sorprendente, no
es un documento que nos descubra matices o pliegues de las personalidades de estos
dos célebres novelistas. No hay grandes confesiones, nada de cotilleos, salvo
la obligada referencia al crítico villano de apellido maderero del que trataré
más adelante. No hay escabrosidades sexuales ni literarias, salvo una
insistente aparición del incesto entre hermanos como tema literario. No hay
madera para la polémica. Pero hay algunos párrafos memorables, algunas
explicaciones imprescindibles, tres o cuatro momentos de alta intensidad
literaria. En todos estos casos el corresponsal se llama John.
Novelistas que se
escriben
Hay algunas correspondencias entre
novelistas que sí son memorables por muchos motivos. Seguramente la razón por
la que una relación epistolar adquiere vuelo literario es por la personalidad o
el estilo de uno de los corresponsales. Aquí pasa con Coetzee. Mucho más
evidente es ese vuelo en otras correspondencias entre novelistas. Flaubert es
sin duda otro de esos corresponsales que hacen inolvidable una relación
epistolar. Hay quien considera su Correspondencia
(con Louise Colet, con George Sand, con Turguéniev) la mejor realización de su
estilo, de la misma manera que hay quien considera el Diario de Gombrowicz la obra cumbre del escritor polaco. Obras en
las que, precisamente, se mezcla lo personal y lo literario.
El 13 de noviembre de 1872 Gustave
Flaubert, convertido ya en el monstruo literario de Croisset, le confiesa a su
amigo el novelista ruso Iván Turguéniev: «La estupidez pública me desborda», y
por si no ha quedado claro añade: «Siento ascender del fondo de la tierra una
irremediable barbarie. Espero haber reventado antes de que esa barbarie se lo
haya llevado todo. Pero mientras tanto no es muy divertido. Nunca los intereses
del espíritu han importado menos. Nunca el odio a cualquier grandeza, el desdén
por lo bello, la aversión, en fin, a la literatura han sido tan palpables.»1
Pues vaya por Dios.
La intensidad de la indignación
flaubertiana nos resulta muy familiar, es una indignación casi entrañable y
alejada de cualquier verosimilitud crítica contemporánea, a pesar de que es
posible que lleve mucha razón, eso nadie se lo quita. A Flaubert no parece
importarle demasiado que el mundo se vaya a la mierda, es más, prefiere que se
vaya a la mierda antes de seguir asistiendo (asistir es un decir, porque vivía
absolutamente aislado en la aldea de Croisset) al crecimiento sin límite de la
estupidez humana. Auster y Coetzee hablan de tiempos sombríos, de tiempos
oscuros, pero Coetzee es consciente del riesgo que conlleva envejecer, pues
envejecer es alejarse, aislarse poco a poco en mundos cada vez menos reales,
cada vez más sutiles y melancólicos. Es lo que constata cuando hablan de la
aflicción que les produce la posible desaparición del libro en su forma
tradicional y del paradisíaco espacio arquitectónico de las bibliotecas
borgianas: «la aflición compartida de dos caballeros de edad avanzada ante el
rumbo que está siguiendo el mundo ¿Cómo se escapa uno del destino completamente
risible de convertirse en vejestorio, en el típico abuelo puñetas […]?» La diferencia entre Flaubert y Coetzze
es histórica, claro, pero también literaria. El que afirmó que Madame Bovary
era él no sabe, o no puede, tomar distancia con el personaje Gustave Flaubert en
su correspondencia. Para Coetzee, maestro de la novela postmoderna, no hay nada
más natural que tomar distancia y no juzgar al mundo, e incluso enseñar las
mimbres de un voluntarioso humanismo que, incluso, le hace sentirse orgulloso
de «pertenecer a una especie a la que pertenecen hombres, y de vez en cuando
mujeres [sic, pues habla de la historia del arte y la literatura; habla, por
tanto, del pasado], que realizan cosas o acciones admirables.»
La Correspondencia de Saul Bellow2 es un monumento a la
inteligencia y al humor salvaje, a la amistad sin límites de los que han
aprendido a vivir, el duro y entretenido oficio de vivir. Con Bellow sí cabe la
sorpresa, la confidencia, la revelación. Los protagonistas no son solo los
conflictos generales o la época, que también, sino la vital y novelesca
concreción de las relaciones, los malentendidos y los afectos que lo unen y
separan de sus corresponsales. Es la lógica colección de papeles privados de un
hombre que vivió 89 años y que tras cinco matrimonios tuvo una hija con 83 y
publicó una obra maestra, Ravelstein
(2000), cumplidos los 85. Dos ejemplos para ilustrar lo que digo. Los dos
proceden de cartas dirigidas a su discípulo y amigo Philip Roth. En carta fechada el 7 de enero de 1984, Bellow se refiere a un malentendido provocado,
seguramente, por la manera en que algún periodista ha publicado las opiniones
de uno y otro: «Aun así nuestros diagramas son diferentes —le escribe Bellow a
Roth—, y la descripción más breve de las diferencias sería que tú pareces
aceptar la explicación freudiana: la motivación de un escritor es su deseo de
fama, dinero y oportunidades sexuales. Mientras que yo nunca me he tomado en
serio esa trinidad de motivos. Pero esta es una nota explicativa y no quiero
convertirla en un acontecimiento rabínico. Por favor, acepta mi arrepentimiento
y mis disculpas, y también mis mejores deseos. Me temo que no podemos hacer
nada con los periodistas; solo podemos esperar que se extingan, como los
tábanos a finales de agosto.»
Tras una larga carta fechada el 1 de
enero de 1998, en la que casi destruye formal y conceptualmente Me casé con un comunista (1998),
concluye con unas palabras que son toda una declaración de honestidad brutal y
complicada lealtad: «No hay mucha gente con la que pueda ser tan franco.
Siempre hemos sido sinceros el uno con el otro y espero que sigamos, los dos,
diciendo lo que pensamos. Estarás dolido conmigo, pero creo que no te desharás
de mí para siempre. Siempre tuyo, Saul.»
El estilo tardío o una ética de la
madurez
Las
cartas de Auster y Coetzee no contienen nada parecido. Son cartas dictadas por
el decoro, donde se miden milímetro a milímetro las distancias con vistas a la
futura e inminente publicación. Un juego editorial, un divertimento literario,
una estrategia de agencias literarias entre dos estrellas de la novela
anglosajona y global que miran un mundo que a veces no entienden y en el que
tratan de conquistar espacios de equilibrio para adentrarse en la última edad,
en el último estilo, el estilo tardío al que dedicó Edward Said algunos de sus
últimos trabajos3. Ese es el núcleo duro de esta correspondencia, y
como siempre, Coetzee es quien sabe ponerle palabras a los núcleos duros. Cuando
Auster le comenta que ha tenido que abandonar un proyecto de novela Coetzee
aprovecha para escribirle: «Lo que me interesa en la situación presente es la
cuestión de cómo y cuándo se enunciará el agotamiento de las energías. No se
puede seguir escribiendo eternamente; y tampoco quiere uno despedirse con un
producto vergonzosamente malo de la chochez. ¿Cómo detecta uno que simplemente
ha perdido la capacidad para hacerle justicia a un tema?» Al hilo recuerda un
par de versos de un poema de A. R. Ammons publicado en su libro póstumo Bosh and Flapdoodle: Poems (2005), algo
así como poemas de tonterías y chorradas: «telling about / getting old and
everything getting old gets / old, I'll tell you, it sure does», que, más o
menos, podemos traducir así «hablas de hacerse viejo / y todo ese hacerse viejo
envejece, / ya te diré yo, seguro que es
así.»4
La
correspondencia arranca con una carta de Coetzee sobre la amistad, los límites
y licencias que Eros puede imponer a las relaciones amistosas entre hombres y
mujeres adultos. En la segunda carta a Coetzee le apetece hablar de deportes y
luego, de pasada, vuelve sobre el tema del sexo entre amigos para acabar en un
asunto tan mitológico como novelesco en la imaginación centroeuropea de la
primera mitad del siglo XX: el incesto entre hermanos, tema que será recurrente
en buena parte de las cartas («El incesto solía ser uno de los grandes temas de
la literatura (Musil, Nabokov), pero parece que ya no lo es. Tal vez porque la
idea del sexo como experiencia casi religiosa —y por consiguiente del incesto
como desafío a los dioses— se ha esfumado.») La tercera carta de Coetzee a Paul
Auster, única con título, «Carta a Paul Auster», trata de la crisis financiera
que acaba de dar la cara justo el año, 2008, en el que empieza esta
correspondencia. Cuando preguntas qué ha pasado, escribe Cotzee, te responden
que «ciertos números han cambiado», y cuando vuelves a preguntar por qué no «nos
limitamos a tirar a la basura esa serie concreta de números, esos números que
nos hacen infelices y que al fin y al cabo no reflejan realidad alguna»
entonces la respuesta que suele encontrarse el autor de Desgracia es la misma que reciben los indignados: «Lo que a ti te
pasa es que no entiendes cómo funciona el sistema.» La ingenuidad de Coetzee es
en Auster candidez adolescente cuando propone como solución imprimir grandes
cantidades de dinero y repartirlas a nivel planetario. Una candidez semejante a
la que manifiesta cuando propone como solución al problema de Oriente Medio la
entrega del estado de Wyoming para trasladar allí el estado de Israel. Utopía y
candidez.
En
tanto que correspondencia literaria es bastante manejable, tan manejable que
puedo mencionar aquí los temas que se tratan y quién los propone como tema de
conversación. Coetzee plantea los siguientes temas: la amistad, los deportes, la
crisis financiera, la correspondencia de Beckett, Invisible (novela de Auster), el incesto, la relación del escritor
con la lengua materna, la inmigración, Sudáfrica, la política americana, las primeras
impresiones, la curiosidad, la literatura de viajes, los nombres de los
personajes, el «estilo tardío», la poesía norteamericana, los límites entre
ficción y realidad, el antisemitismo, el arte después de las décadas de los
setenta y ochenta, los despistes, la memoria, la relaciones culturales y
patológicas con la comida, Kafka, el mundial de fútbol de Sudáfrica («el reino
de la desvergüenza», lo llama), Philip Roth, la correspondencia con lectores,
India, las nuevas tecnologías y la novela , la novela y el adulterio en la era
de los teléfonos móviles, la permisividad y el puritanismo y, en fin, la vejez.
Auster,
por su parte pone sobre la mesa los siguientes asuntos: las casualidades, el azar,
los encuentros con Charlton Heston («a mí no me parece raro que, moviéndote en
el mundo del cine, no pares de encontrarte con otra persona de ese mundo. Lo
raro es que esa persona sea Charlton Heston», le responde Coetzee), las adaptaciones
cinematográficas (Desgracia), los festivales
cinematográficos y literarios, las cenas familiares, el clan familiar, los cumpleaños
y las celebraciones, Paul Auster, la memoria de los espacios literarios, James
Wood, el funambulista Philippe Petit, las falsas entrevistas de Debenedetti,
Israel, von Kleist, las revoluciones árabes, las «nueva esperanza para los
muertos» o la vitalidad de los escritores mayores o muy mayores, el castillo
italiano donde pasa sus vacaciones y, en fin, las máquinas de escribir.
Lo
que sí podemos encontrar en esta correspondencia son algunos «síntomas», como
la falta de acuerdo sobre el cine de William Wyler, la muy distinta manera de
interpretar la personalidad del funambulista Philippe Petit, o la necesidad
precisar la historia de Sudáfrica. En estos y otros asuntos se evidencia la
distancia que hay entre dos autores que, por otra parte, parecen compartir un
sincero sentimiento de mutua simpatía. Un indicio muy claro es la sorprendente
ausencia de ironía de Auster al interpretar el comienzo de un ensayo de
Jonathan Franzen en el que, más o menos, se disculpa por recomendar la lectura
de una novela5 («Leer El
hombre que amaba a los niño sería hacer un uso especialmente frívolo del
tiempo»). Me resulta muy difícil creer que ese literalismo de Auster sea real,
que no responda a un error de perspectiva, a un descuido o a un lapsus psicológico
a la hora de enjuiciar todo lo que provenga de Jonathan Franzen. No sé, me
desconcierta. Aunque es verdad que Auster parece utilizar estas cartas para algo,
con un fin. No puede evitar desplegar
sus intuiciones sobre el azar y su erudición sobre la cultura norteamericana,
su participación gustosa y festiva en festivales literarios y cinematográficos,
sus exquisitos gustos cosmopolitas. La obsesión de Auster por el azar y las
casualidades inverosímiles, que son su poética novelesca, aparecen de manera
poco azarosa en estas cartas, tanto que Auster puede llegar a resultarnos pesado
con sus azares y entonces descansamos en las simas de las aventuras morales y
ascéticas del sudafricano, echamos de menos su sequedad, su ascetismo
estilístico. Es lo que tiene la comparación.
Un individuo cuyo nombre sugiere
que algún día lo devorarán las termitas
Hay
otros personajes que transitan por estas cartas. Por supuesto, Dorothy y Siri,
las esposas de ambos. Pero también Beckett y sus problemas con el lenguaje y la
tradición. Y sobre todo el tercero en discordia, la bestia negra de la crítica
literaria norteamericana, el gran y odiado James Wood, el crítico-villano, que
ha repartido raciones de su prosa crítica a la obra de ambos corresponsales. Sobre
todo a Paul Auster, al que destroza de manera generalista en una crítica a
propósito de Invisible (2009), la novela que contiene el incesto
entre hermanos del que tanto se habla en esta correspondencia. Wood, ese
crítico que se orienta de maravilla en el laberinto de espejos de la ficción
posmoderna, ese laberinto en el que los novelistas aspiran a ser personajes y
los personajes novelistas, ese laberinto tan austeriano, tan propio del maestro
de Ciudad del Cabo, tan unamunescamente novelesco. El caso es que a Auster la
crítica de Wood no le gustó nada, sobre todo la publicada en The New Yorker6.
Entre otras cosas, Wood inicia su crítica de Invisible parodiando las casualidades y razones inexplicables de
las narraciones de Auster, «accidents
visit the narrative like automobiles falling from the sky» (los accidentes
aparecen en sus obras como automóviles cayendo del cielo). Lo más curiosos es que de toda la
obra de Auster, de todas sus novelas, de todos sus cuentos, Wood parece salvar
solo la escena del incesto entre hermanos que se desarrolla en un capítulo de Invisible, la tan traída y llevada
a escena del incesto en esta correspondencia. Misterios de la crítica.
Por
otro lado es evidente que James Wood admira a Coetzee, pero a regañadientes. Lo
considera frío y desabrido pero sumamente inteligente. Demasiado apegado a la
alegoría como forma de la novela. Imprescindible
es el comentario a Elisabeth Costello (2003)
recogido en su libro The Irresponsible
Self: On Laughter and the Novel (2004),
donde Coetzee queda definido como novelista metafísico devoto de
Dostoievski y, aquí viene el par de banderillas, con deseos de ser devoto de
más cosas. Es decir que Wood considera que en las novelas de Coetzee, en la
personificación novelesca de sus ideas, en la puesta en escena de sus «confesiones»
existe una clara aspiración religiosa, teológica incluso. Rodeados de ruidos
posmodernos, dice Wood, reconocemos la
tradición dostoievskiana.
Bueno,
existe un solo consuelo para estas críticas de James Wood. Quizá solo hay algo
peor: que Wood no te preste atención. Pero este es un bajo consuelo. Wood es
así. Lo peor que dijo Wood sobre Desgracia
(1999) también es lo mejor: «very good novel, almost too good a novel.»7
En
una carta Coetzee define al crítico como esa clase de persona que se gana la
vida diciendo cosas ingeniosas a expensas de los demás. Dice estar a salvo de
esas rencillas y querellas por tener un sueldo universitario, cosa que a Auster
no le gusta mucho oír: “La parte más fea del mundo de las letras –las
animadversiones, las lisonjas, las puñaladas por la espalda y esas cosas-
vienen de una necesidad a veces desesperada de ganarse precariamente la vida.” Recuerda el caso de Lenoff, un personaje de la
última novela de Philip Roth hasta ese momento, la última de la saga de
Zuckermann, Sale el espectro (2007): «El
villano (crítico-villano) de Sale el
espectro es uno de esos críticos que amenaza con publicar una lectura de la
narrativa de Lonoff como si fuera la historia camuflada (o tal vez la historia
obstruida, no se sabe) de un incesto que el escritor cometió con una hermana
mayor.» Aquí uno empieza a sospechar
si toda esta correspondencia no es sino un simposio sobre el incesto en la
novela.
Algunas cosas que no me gustaría
olvidar
En
efecto, empiezo a olvidar demasiadas cosas. Pero de esta lectura no me gustaría
olvidar que Auster menciona una novela para mí desconocida y que puede ser una
buena introducción al enloquecido mundo de esta crisis, se trata de El estafador y sus disfraces de
Melville. Tampoco quisiera olvidar una importante aportación de Auster en estas
cartas: la constatación de que los norteamericanos, como puede estar sucediendo
con los europeos, han perdido su capacidad de comprender la imaginación y que,
por tanto, les resulta extraño que un novelista se invente cosas. Por eso la imagen
va ganando terreno en los libros conforme aumenta la descreencia en la
imaginación: el ensayo acompañado por un documental filmado, ediciones críticas
de novelas clásicas que incluyen pasajes suprimidos o finales alternativos o
fotografías o un dvd de apoyo.
Y,
claro, hay muchas más cosas de Coetzee que no quisiera olvidar. Por ejemplo sus
reflexiones sobre la difícil que le resulta hacer crónicas de viaje: «Si el
cronista de viajes nato está preternaturalmente atento a las señales de la
diferencia, ¿acaso yo soy el cronista nato del antiviaje, atento únicamente a
las señales de la monotonía?» O cuando al hablar de la poesía norteamericana
del siglo XX se pregunta por quién hoy tiene el poder de dar forma al alma de
los jóvenes tal como lo hicieron Brodsky o Herbert o Enzensberger o, incluso,
Ginsberg. Y sobre todo no quiero olvidar este último párrafo, que entiendo
perfectamente, y que describe algo que he vivido y que estoy convencido
de que apunta hacia algo que es esencial, y entended esencial como gustéis: «Me da
la impresión de que a finales de los sesenta o principios de los ochenta pasó
algo que provocó que las artes perdieran su papel protagonista de nuestra vida
interior. Estoy más que dispuesto a dar crédito a los diagnósticos de lo que pasó
entre entonces y ahora que aluden a la política, la economía o la historia
mundial. Sin embargo, me da la sensación de que ni escritores, ni artistas
consiguieron en general salir airosos del desafío que sufrió su rol
protagonista, y que ese fracaso nos ha hecho a todos más pobres.» Este jodido párrafo, tan propio del maestro
de Ciudad del Cabo, este párrafo que me gustaría no tener que recordar para
poder olvidar esta decadencia tan trabajada.
Las
cartas que se escribieron Coetzee y Auster entre 2008 y 2011. Un libro
absolutamente prescindible. Como casi todos.
_____________________________
1Gustave Flaubert
e Ivan Turguéniev, Correspondencia, Mondadori,
1992.
2Editada por
Benjamin Taylor y editada en español por la editorial Alfabia en 2011.
3Recogidos en On Late Style: Music and Literature Against
the Grain, 2006 (Sobre el estilo
tardío: música y literature a contracorriente, Debate, 2009).
4Los Poemas escogidos de Ammons fueron
cuidadosamente traducidos al español en 2003 por David Cruz y Mario Jurado
(Universidad de Córdoba y Editorial Plurabelle).
5Jonathan
Franzen, “La mejor familia convertida en historia (sobre El hombre que amaba a los niños de Christina Stead)”, en Más afuera, Salamandra, 2012, p. 65.
7http://www.powells.com/review/2001_05_10.html