La conversación con el cardiólogo fue muy reveladora. En ningún momento tomó en serio mis preocupaciones. Yo le hablaba de golpes, vuelcos y estallidos pectorales, le describía con detalle cómo en mi pecho ocurrían cosas, episodios que se parecían a la vida de las estrellas o al ballet de los fuegos artificiales. Al principio pensé que aquel hombre me seguía, pensé que era sensible a mis descripciones poéticas del preinfarto. Pero de pronto detecté en su boca un rictus de cansancio fronterizo con el desprecio. «¿Quieres oír lo que tengo que decirte?» Me tuteaba y me resultaba doblemente ofensivo, de repente mi interior reivindicaba el respeto hacia mi edad; un interior que se veía traicionado seguramente por mi exterior, sobre todo por mis zapatos: demasiado juveniles. Estuve a punto de hablarle de mi hijo, de que practicaba capoeira y que el año que viene iría ya al instituto. No sé, joder, el tipo me había calado y yo me había dado cuenta. «¿Qué tiene qu