La conversación con el
cardiólogo fue muy reveladora. En ningún momento tomó en serio mis
preocupaciones. Yo le hablaba de golpes, vuelcos y estallidos pectorales, le
describía con detalle cómo en mi pecho ocurrían cosas, episodios que se
parecían a la vida de las estrellas o al ballet de los fuegos artificiales. Al
principio pensé que aquel hombre me seguía, pensé que era sensible a mis
descripciones poéticas del preinfarto. Pero de pronto detecté en su boca un
rictus de cansancio fronterizo con el desprecio. «¿Quieres oír lo que tengo que
decirte?» Me tuteaba y me resultaba doblemente ofensivo, de repente mi interior
reivindicaba el respeto hacia mi edad; un interior que se veía
traicionado seguramente por mi exterior, sobre todo por mis zapatos: demasiado
juveniles. Estuve a punto de hablarle de mi hijo, de que practicaba capoeira y
que el año que viene iría ya al instituto. No sé, joder, el tipo me había
calado y yo me había dado cuenta. «¿Qué tiene que decirme?», dije, intentando
restaurar el usted a la vez que la sensatez. «Pues eso, que si te digo o no que
dejes de fumar». Me relajé y en un alarde de concreción y responsabilidad le
pregunté si en mi caso, el de alguien que sentía estrellas nacer y morir en su
pecho, fumar era un claro factor de riesgo. El cardiólogo me respondió algo
sorprendente: «Dejar de fumar es como empezar a escribir para el que quiere ser
escritor: te levantas una mañana y escribes. Pues lo mismo: te levantas una
mañana y no fumas más». Lo miré a un botón de la camisa y pensé en la futilidad
de toda filosofía.
Paul Auster y J. M. Coetzee, Aquí y ahora. Cartas 2008 – 2011 , traducción de Benito Gómez y Javier Calvo, Anagrama & Mondadori, 2012. La lectura de la correspondencia entre Coetzee y Auster, publicada el pasado año en español, es todo menos sorprendente. John es Coetzee a toda máquina, una máquina muy inteligente y humana, a la vez que, por escéptica y sombría, en ocasiones parece inhumana. Y Paul es Auster al cien por cien de sus glamurosos azares. Ya digo, poca cosa resulta reveladora. Es curioso que durante el intercambio epistolar, tanto Coetzee como Auster, se quejen de los posibles criterios que han guiado la edición de la correspondencia de Beckett, ya que sospechan que los herederos han querido delimitar demasiado lo personal de lo literario, eliminando, se supone, lo que puede aportar una correspondencia para el lector curioso. Lo interesante de las cartas cruzadas entre Coetzee y Auster entre 2008 y 2011 es