En la primera casa que consideré mía instalé una estantería justo encima de la cisterna del retrete. Cuatro baldas con casi todos los géneros: poesía, novela, ensayo, teatro (tragedias y comedias), libros de viajes y autobiografías. Más o menos puedo recordar, con bastante exactitud, los títulos más destacados de ese secuestro libresco destinado a la intimidad de mi cuerpo. Sé que estaban Los cantos de Maldoror y las poesías completas de Góngora; La montaña mágica y El Guzmán de Alfarache ; los fragmentos de Ese maldito yo de Cioran y El ensayo sobre el cansancio de Peter Handke; cuatro tragedias de Eurípides y Cuatro corazones con freno y marcha atrás de Jardiel; el primer tomo de las memorias de José Luis de Vilallonga y En Patagonia, de mi querido Bruce Chatwin. También había algunos castigos, libros o autores, que no leía en el baño, a los que condenaba a pasar un tiempo de intimidad conmigo, in interiore homine , mientras me aseaba o leía sentado y pensati