Mientras el profesor M ascendía en un elevador ultrarrápido al piso 54 del Grace Building, sintió un leve mareo acompañado de una instantánea pérdida de orina. Se miró la entrepierna y no encontró una mancha delatora. Se tocó disimuladamente l a entrepiern a , como quien acaricia terciopelo, y encontró la calidez de una humedad invisible. Miró al ascensorista. Un negro musculado y vestido de chófer que acababa de quitar la vista de la bragueta de M y que ahora miraba hacia el suelo negando con la cabeza. Iban por el piso 32. M se abandonó a la desidia. No era una desidia normal, era un spleen mosntruoso, gigantesco, un cansancio que parecía venir de los tiempos en que los dinosaurios pisaban la tierra. Era una oleada descomunal de aburrimiento que había nacido como una pequeña gota de pis y que en pocos pisos, del 32 al 35, en un ascensor ultrarrápido, había inundado el ascensor, todo el Grace Building, Manhattan entera y ya iba por el hemisferio norte. En sí, est