Mientras el profesor M ascendía en un elevador ultrarrápido al piso 54 del Grace Building, sintió un leve mareo acompañado de una instantánea pérdida de orina. Se miró la entrepierna y no encontró una mancha delatora. Se tocó disimuladamente la entrepierna, como quien acaricia terciopelo, y encontró la calidez de una humedad invisible. Miró al ascensorista. Un negro musculado y vestido de chófer que acababa de quitar la vista de la bragueta de M y que ahora miraba hacia el suelo negando con la cabeza. Iban por el piso 32. M se abandonó a la desidia. No era una desidia normal, era un spleen mosntruoso, gigantesco, un cansancio que parecía venir de los tiempos en que los dinosaurios pisaban la tierra. Era una oleada descomunal de aburrimiento que había nacido como una pequeña gota de pis y que en pocos pisos, del 32 al 35, en un ascensor ultrarrápido, había inundado el ascensor, todo el Grace Building, Manhattan entera y ya iba por el hemisferio norte. En sí, este enorme spleen, no tendría mayor importancia. Lo relativizaría tomando una copa con amigos. M había quedado al día siguiente con los Rosenberg, un matrimonio de mediana edad con los que solía cenar dos veces al año, una a cada lado del Atlántico. Eran sensibles y abiertos, habían hecho terapias. Les contaría lo del spleen, incluso lo de la mancha en el pantalón, a los postres, tras la segunda botella de ese excelente Cabernet Souvignon chileno que compraban por internet. Además Marjorie Rosenberg era bipolar, claro, y muy comprensiva con los estados alterados.
El problema ahora era la situación que se encontraría al salir del ascensor
en el piso 54. Se encontraría con Lola Sidonia, jefa de estudios en el
departamento de español, simpática y superprofesional, autora de un bestseller académico titulado Veladas paranoicas: los discursos de
Nochebuena de Juan Carlos I y la modernidad líquida. Al volver a imaginarla
aquella noche en Madrid, acostados en la habitación de un hotel, fumando en
silencio, al imaginar, sobre todo, el tono de su voz cuando dijo “no te
preocupes, es normal con todo este puto estrés”, M, todavía ascendiendo, entre
el piso 37 y 38, volvió a sentir que se le escapaba no una gota, sino todo un
río. El ascensorista seguía con la mirada clavada en el suelo. El profesor M se
había meado. Era necesario afrontar esa realidad líquida. Faltaban apenas 14
pisos, diez segundos, para encontrarse con Lola Sidonia y con el resto de
profesores y alumnos del seminario sobre “Libido y Humanidades”; apenas
segundos para interpretar el papel de
profesor que está en condiciones físicas y mentales idóneas para estimular la curiosidad
y la libido de un grupo de humanistas residentes en el área de Nueva York. Ahora sí se había manchado los pantalones. La
mancha ya no tenía diámetro, se extendía y crecía, alrededor de la bragueta,
hacia la pernera izquierda. Era una afrenta insuperable, un límite crítico más
allá del cual se encontraba la vergüenza, la humillación, incluso, incluso, la locura.
Para taparla no bastaba la bandolera… ojalá. “Me cago en los cojones”, pensó. A
su cabeza vino un repertorio de imágenes muy nítidas y superpuestas en un rapidísimo zapping que
componían un collage incomprensible o demasiado evidente: la decapitación de
María Antonieta; Paul Belmondo haciendo esquí acuático; Simón Bolivar moribundo
remontando el río Magdalena; Franco leyendo una alocución en inglés ante las
cámaras; Lenin desayunando en la penumbra de un tren; Michael Jackson embozado
en un burka… El cerebro del profesor M era dos cosas a la vez: el hemisferio
izquierdo estaba fijado en una escandalosa mancha que cubría su entrepierna
izquierda, allí también estaban sus ojos y el índice de su mano derecha; su
hemisferio derecho era un torbellino histórico y cultural sin ningún sentido.
Muy lentamente, pues lo vivió como un proceso exasperadamente lento aunque en
realidad no duró más de un par de segundos, M consiguió establecer las
conexiones necesarias entre los dos hemisferios y volver a ser un hombre capaz
de tomar decisiones. El ascensor se encontraba superando el piso 46, menos de
diez para su destino y el ascensorista seguía obsesionado por el suelo. M tenía
facilidad para establecer posibilidades. Había detectado al menos tres tres en esa situación:
1. Dejarse
llevar. Presentarse ante Lola Sidonia con mancha y debilidad. Era la
posibilidad del naufragio. Dar la charla sin convicción, descentrado,
envejecido, participar en el coloquio posterior como un profesor trastornado y trasnochado.
Asistir al aperitivo tras la conferencia y exhibir sin pudor la mancha de la
vergüenza. Naufragar sin remisión y luego retirarse a una casa junto al mar sin
esperar nada, sin temer nada.
2. Disimular.
Construir un parapeto con la bandolera, la chaqueta y un foulard. Reponerse, exhibir seguridad y despreocupación,
mostrarse amable, solícito, interesado por la “Libido y las Humanidades”,
proyectar nuevos seminarios, nuevas publicaciones, echar al campo los perros de
la caza erótica y luego retirarse al hotel agotado después de otra misión
cumplida.
3. Huir.
La química interna del profesor M se inclinó por esta última posibilidad.
Era una decisión instintiva, tan instintiva que de pronto toda su vida adquiría
sentido si pensaba en la huída. Sus cuarenta años de vida eran sólo un
entrenamiento para esta situación. Entre el pánico y la educación se decantó
por la última y le preguntó, muy cortésmente, al ascensorista si podía
detenerse en el piso siguiente ya que había olvidado algo muy importante en la
entrada del edificio. La mirada del ascensorista pasó del suelo a la entrepierna
del profesor M y de allí de nuevo al suelo para negar con la cabeza. M le
explicó que era una sorpresa para la persona que le esperaba a la salida del
ascensor, un ramo de camelias, que lo había preparado todo para salir del
ascensor con ese ramo de camelias y ahora, por un imperdonable despiste, lo
había dejado en un mostrador de la entrada. Que era muy importante ese ramo de
camelias para su amiga y para él, una mensaje secreto en el lenguaje de las
flores. El ascensorista lo miró como quien mira a un imbécil y le dijo que una
vez pulsado el piso al que se dirige, el ascensor sólo puede pararse en caso de
emergencia. Dicho esto se colocó un huevo en su sitio, se metió un chicle en la
boca y volvió a mirar al suelo. M insistió desde la derrota: “Es que esto es
una emergencia”. “I’m afraid it’s not” dijo el ascensorista chasqueando la
lengua. De repente una paz infinita se apoderó de ambos hemisferios del cerebro
de M. Se había eliminado la posibilidad de la huida. El ascensorista había
tachado la tercera posibilidad. Ahora entre el piso 52 y el 54 tenía que
decidir entre el naufragio y el disimulo. Pensó en los papeles que tenía para
su charla sobre “El humanismo líquido: notas para definir una mutación
ontológica”, pensó en cada una de las páginas de su charla, en los comentarios
que había añadido en los márgenes en el hotel, pensó en la preciosa carpeta,
regalo de un buen amigo, donde llevaba
los folios de la charla.
Al final de la ascensión M había envejecido diez años, sentía una paz casi celestial a la vez que un cansancio infinito. El ascensorista anunció: “54th floor” y volvió a casquear la lengua. M veía como se abría la puerta del ascensor. Distinguió el pelo a lo garçon de Lola Sidonia. Nada estaba resuelto pero todo estaba más claro: salía del ascensor como naufrago y como impostor. Al salir el ascensorista le deseó buena suerte, mala cosa, porque M en ese momento era como un torero o un actor, alguien que se jugaba el pellejo o la reputación.
Al final de la ascensión M había envejecido diez años, sentía una paz casi celestial a la vez que un cansancio infinito. El ascensorista anunció: “54th floor” y volvió a casquear la lengua. M veía como se abría la puerta del ascensor. Distinguió el pelo a lo garçon de Lola Sidonia. Nada estaba resuelto pero todo estaba más claro: salía del ascensor como naufrago y como impostor. Al salir el ascensorista le deseó buena suerte, mala cosa, porque M en ese momento era como un torero o un actor, alguien que se jugaba el pellejo o la reputación.