Antoni Tàpies, Proyecto de El calcetín (1991)
Hacia las 19:30 de la tarde del
último sábado del mes de marzo de 2014, Héctor Roma miraba el cielo cubierto
mientras tendía la ropa. Tender o no tender, ese era el problema. En realidad
no pensaba en el cielo ni en ningún otro horizonte, pensaba en el acto de
tender la ropa, en la miseria que envuelve todo acto cotidiano y en la vocación
de servir a los demás, de estar atento a sus necesidades y adelantarse a ellas.
Pensaba en la felicidad del mayordomo vocacional de otros tiempos. Entre la
ropa había calcetines de tres personas: los suyos, los de su mujer y los de su
hijo. Tres tipos de rayas, tres tipos de rayaduras. Los de su mujer y su hijo
estaban enteros, en los suyos se podían apreciar las mordeduras del tiempo y
las caminatas: hilos sueltos, agujeros y tomates. De pronto le vino esta palabra
a la cabeza mientras miraba el cielo gris: “tomate”. Se detuvo en la palabra y era raro pensar en
una mujer, una abuela, remendando calcetines con un huevo de madera.
A la derecha estaba el cubo de
basura. Escogió todos los calcetines gastados, abrió con el pie la tapa del
cubo y con un gesto elegante y muy moderno los depositó sin remordimientos.
Entre la ropa también había
braguitas a rayas y pensó en la piel y en cómo su mano se deslizaba por la
cintura de una mujer. Entonces empezó a llover y la piel estaba húmeda. Héctor
Roma dejó de tender y se puso a preparar la cena. Espaguetis con salsa de
tomate un poco picante. Ahora miraba un tomate. Ahora sí sentía remordimientos.