Mark Rothko, The Rothko Chapel (1971), Houston, Texas.
Dijo “lo que pasa es que no pasa nada” y miró a María de forma oblicua e involuntaria. Sabía que ese tipo de verdades estúpidas y generales le calentaban el ánimo y más cosas. Al menos, hace cinco años, una frase de ese tipo abría un mundo de bares y madrugadas en el que las risas se mezclaban con el ligero roce de los cuerpos. Un mundo intelectual y sensual que daba sentido a la estupidez. Ahora lo que quedaba era la estupidez desnuda: “lo que pasa es que no pasa nada”, ese acontecer de la nada, la nada como diosa del momento, la nada sucediendo, ya no era más que un lugar común, una frase que desde que la pensó por primera vez, hace una década, habría sufrido una progresión exponencial que la habría desactivado como reclamo erótico y filosófico. La calma chicha metafísica, ese descubrimiento de final del siglo XX, esa encantadora fatalidad de después de la Historia, mira tú por donde, diez años después, se había convertido en una estupidez. Y Erik lo notó justo a mitad de la frase. En el arranque iba bien, “lo que pasa…”, se sentía fresco, lo dijo convencido de que iba a volver a revelar una verdad de nuestro tiempo, se sentía fuerte, jugaba en su terreno. Los problemas empezaron cuando tuvo que utilizar el verbo ser, el “es” funcionó de desencadenante del aburrimiento. Y luego ya todo fue derrota, abandono y nihilismo: “que no pasa nada”. Los desiertos sudamericanos y los mediodías de los parados.