Algo de superstición debe
haber en la resistencia a ser fotografiado. Algo así como el miedo que siente
José Arcadio Buendía en Cien años de soledad cuando el sabio Melquiades
introduce el daguerrotipo en Macondo. El pobre José Arcadio siempre tenía cara
de espantado en las fotografías “porque pensaba que la gente se iba gastando
poco a poco a medida que su imagen pasaba a las placas metálicas”. Yo no sé
cuál es el ritmo de mi desgaste, pero si sé de memoria el largo cantabile
con el que avanzan mis entradas y eso, en las fotografías, se nota. ¡Joder si
se nota! Sólo consigo apaciguar la inquietud que me produce una cámara si sé
que la persona que me fotografía me quiere y que, por tanto, puede llegar a ver
cierta calidad y encanto en mis entradas. De modo que, consciente o
inconscientemente, para mí la fotografía es un cauce expresivo vinculado a la
intimidad.
Cuesta
trabajo concebir una intimidad sin miradas. Seguro que existe entre los ciegos, pero me cuesta
trabajo imaginarla. Para los que vemos mirarse a los ojos es colocarse en un
territorio intermedio, el mismo territorio al que pertenece la conversación y
la verdad de cada momento. “Mírame a los ojos”: es la expresión que utilizamos
antes de decir algo que se supone verdadero, también antes de decir una mentira
gigantesca. Claro, no extraña que algunas guías turísticas de Nueva York
recomienden no mirar directamente a los ojos de los transeúntes. Los urbanitas
que a diario utilizan el metro se hacen con un libro o un periódico para, entre
otras cosas, ofrecer a sus ojos un punto de atención legitimado y social que
evite la tentación de invadir la intimidad de otros, la horrible y vergonzosa
intimidad que reside en los ojos humanos y también en la de algunos animales.
Por eso, por miedo a la conversación, por miedo a la verdad y la mentira,
muchas personas son incapaces de mantener la mirada. Y es que la mirada, como afirma Roland Barthes en su
célebre ensayo sobre la fotografía (La cámara lúcida), es siempre
virtualmente loca: es al mismo tiempo efecto de verdad y efecto de locura.
Miradas verdaderas o miradas
locas, siempre desafíos a la intimidad, son las fotografía Richard Avedon,
sobre todo en la serie titulada In the American West (http://www.richardavedon.com/index.php#mi=2&pt=1&pi=10000&s=0&p=7&a=0&at=0). Son retratos
realizados entre 1979 y 1984 por encargo del Museo Amon Carter, de Fort Worth,
con el fin de documentar la forma de vida de la clase trabajadora en el Oeste
de los Estados Unidos. Avedon se hizo célebre como fotógrafo de la high
class neoyorquina gracias a sus colaboraciones en revistas como Harper’s
Bazaar o Vogue. Fue el cronista gráfico del matrimonio de Marilyn
Monroe con el dramaturgo Arthur Miller. La serie de retratos de In the
American West no tiene nada que ver con el glamour. O sí, si
aceptamos como criterio del glamour, y no resulta difícil hacerlo, la camiseta
de tirantes de Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo. Algo que ya no
es dulce (La dolce vita) sino amargo (Risotto amaro), aunque
Mastroianni y la Magnano demuestren que lo dulce y lo amargo son sabores
contiguos. Es el glamour enfermo de la clase trabajadora del oeste
americano. Hay, claro está, denuncia y mensaje político, pero a Avedon le
sucede lo que a Buñuel cuando después de Un Chien andalou y L’Âge
d’or se va a una comarca de Extremadura y filma el documental Las Hurdes,
tierra sin pan: el exceso
de realidad es el material de la más surrealista de sus películas.
Los retratos de Avedon, cara
a cara, mirada contra mirada, son una enorme pregunta sobre qué es y qué no es
real. O sea, la pregunta del millón. “Todo lo verdadero es invisible”, afirma
Ángel González García en El resto: una historia invisible del arte
contemporáneo español. Si una cosa es lo real, que puede ser visible a
través de imágenes, otra cosa es lo verdadero, a lo que normalmente no se llega
a través de las imágenes. A esta vocación no realista de las imágenes dedica
Joan Fontcuberta, maestro en la manipulación fotográfica y el engaño visual, su
magnífico ensayo titulado El beso de Judas. Fotografía y verdad. Hoy el
asunto ha ingresado de lleno en la neurología, en la manera en que nuestras
neuronas construyen la idea de realidad, y los magos, con George Méliès a la
cabeza —mago y cineasta, inspirador de La
invención de Hugo, última película de Scorsese— tienen mucho que decir al
respecto. Sus trucos son los objetos de investigación de dos de los investigadores
más relevantes en el campo de la neurología visual, Stephen L. Macknik y su
mujer Susana Martínez-Conde, directora del Laboratorio
de Neurociencia Visual del prestigioso Instituto Neurológico Barrows (http://smc.neuralcorrelate.com/), en
Phoenix (Arizona, the American West). Acaban de publicar un
interesante libro al respecto: Los engaños de la mente. Cómo los trucos de magia
desvelan el funcionamiento del cerebro.
Nos preocupa la veracidad a
propósito de cauces artísticos o informativos que utilizan la imagen impresa o editada,
la manipulación visual (fotografía, documental, televisión, fotoshop, montaje…)
de la misma manera que los europeos del XIX teorizaron sobre la verdad a
propósito de cauces que utilizaban la palabra escrita (poesía, novela, prosa
periodística).
La serie In the American West está compuesta,
quién lo duda, por retratos reales. Los sujetos tienen nombre y apellido, a veces se
menciona su profesión y siempre el lugar, el día, el mes y el año en que fueron
fotografiados. Pero Avedon, honesto con un oficio que trabaja con imágenes, no
juega con la verdad. Así lo da por sentado en un texto de presentación de la
serie In the American West: “En
fotografía no hay nada inexacto, todas las fotografías son precisas. Ahora
bien, ninguna de ella es la verdad”. Acostumbrado a trabajar con modelos
profesionales, los más angélicos y narcisistas de los posibles sujetos de un
fotógrafo, en el oeste americano los “modelos” son enfermeras, camioneros,
cajeras, vagabundos, empleadas de hogar, mineros del carbón, jubilados, obreros
de yacimientos petrolíferos, apicultores, desolladores de serpientes,
matarifes, jugadores profesionales de blackjack en paro, agricultores de
secano, trilladores de grano, amas de casa o reclusos. Hay en Avedon una
vocación enciclopédica, una pulsión coleccionista de personalidades anormales
en su normalidad. Como los criminólogos de final del XIX. Al igual que
Lombroso, Avedon rentabiliza el elitismo de su mirada para cargar de
significación política y moral el rostro de un campesino, un vagabundo o un
minero, imagen que para el propio campesino, vagabundo o minero apenas tiene
sentido moral o político.
La técnica de Avedon era
bien sencilla: sobre un segundo plano blanco el sujeto está expuesto a la luz
natural. No hay sombras, no hay matices lumínicos, tan sólo matices físicos y
una calculada apariencia de profundidad psicológica. La cámara se situaba muy
cerca del sujeto y Avedon no miraba por el objetivo sino que se colocaba frente
al sujeto y lo miraba directamente a los ojos. De hito en hito.
Quien mira esos retratos puede
pasar por diversos estados psicológicos, políticos o morales mirando de hito en
hito las obras de Avedon. Pero algunas sensaciones posibles están escondidas.
Si el visitante se acerca mucho a los retratos, de forma que debido a la falta
de distancia se pierda la mirada del sujeto fotografiado, el visitante
ingresará en insólitas intimidades con un vagabundo, una camarera o un
desollador de serpientes. Habrá alcanzado el alucinante reino del detalle en
cuerpos con los que nunca sospechó establecer la más mínima intimidad: arrugas,
cicatrices, espinillas, tersura femenina, dureza viril, vello, bozo. El cuello
de Dave Timothy, víctima de radiación nuclear, o el indescriptible dedo deforme
de un sepulturero. Las orejas alienígenas del apicultor Ronald Fischer o los
ombligos profundos y oscuros de la pareja de reclusos formada por Jesús
Cervantes y Manuel Hidalgo, seres plagados de cicatrices. No es ninguna broma
el díptico de estos dos reclusos hispanos con quienes ya he tenido más de una
pesadilla por culpa de mirarlos: estoy bebiendo tequila en un sórdido bar de
carretera cuando aparecen ellos y no les gusta mi mirada; de repente me doy
cuenta de que yo, antiguo alumno de los Hermanos Maristas, no llevo navaja en
el bolsillo trasero del pantalón y menos en estos retratos del salvaje oeste,
se mezcla la novela norteamericana del sur, ya sea de la costa oeste (John
Steinbeck) o del este (Mark Twain y William Faulkner), siempre atenta a las
formas extremas de humanidad: la máxima generosidad y la más repugnante
brutalidad.
El que mira los retratos de In the American West, si quiere y puede,
experimentará sensaciones que traspasan lo puramente visual. Se envolverá en
una gigantesca y extraña (¿qué tendrá que ver Bécquer con todo esto?) presencia
humana. Una intimidad sin límites que pide ser mirada de hito en hito. El
gigantismo de lo humano concreto en las manos magulladas y sucias, las uñas
femeninas despintadas, los cuerpos devastados por el tiempo, el trabajo y el quirófano. En los retratos de Avedon hay
belleza y hay miseria, hay una real sensación de tiempo y de vida. Y sin
embargo toda esa realidad es mentira.