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Hitler y Kafka toman un café






                        George Grosz, Cain, or, Hitler in Hell (1944)



       Al final de la novela Respiración artificial (1980) de Ricardo Piglia, el protagonista, Emilio Renzi, alter ego del propio Piglia, y Tardewski, alter ego del novelista polaco Witold Gombrowicz, tienen una conversación en la que tratan de perfilar la personalidad de Marcelo Mggi, tío del protagonista y aparente clave para entender ciertos episodios secretos de la historia argentina. Maggi y Tardewski son personajes opuestos y complementarios. «Yo −dice Tardewski− el escéptico, el hombre que vive fuera de la historia; él, un hombre de principios, que solamente puede pensar desde la historia. La unidad de los contrarios». Para Maggi no existe otra forma de lucidez que no sea pensar desde la historia. «Cómo podríamos soportar el presente  −recuerda Tardewski que se preguntaba Maggi−, el horror del presente, si no supiéramos que se trata de un presente histórico». Por su parte Tardewski prefiere el mundo de las hipótesis novelescas y los azares de la lectura; las fortuitas combinaciones de la lectura y sus formulaciones imaginarias.

Así, casualidad tras casualidad, lee El discurso del método y Mein Kampf como si fueran dos monólogos novelescos. Si la obra de Descartes es la primera novela moderna, en opinión de Valéry, Mein Kampf, según Tardewski, sería su parodia. En la edición de Mein Kampf  que está leyendo hay una nota a pie de página que cuenta cómo Hitler se escondió en Praga entre 1909 y 1910 para eludir el alistamiento militar. Justo el día antes de leer esa nota había caído en sus manos una reseña, publicada en el Times Literary Supplement, que daba cuenta del tomo IV de la primera edición de las Obras completas de Kafka (Diarios y cartas) y de la célebre biografía de Max Brod, ambos volúmenes publicados en 1937. Brod cuenta que, para sacarlo de su aislamiento, animó a Kafka a relacionarse con los asiduos del Café Arco de Praga. Kafka le hizo caso. En sus diarios Tardewski encuentra anotaciones en las que habla de un hombrecito que dice ser pintor, que dice haberse fugado de Viena y que responde al nombre de “Adolf”. Tardewski, entusiasmado ante la posibilidad novelesca, enumera pruebas que pueden demostrar el encuentro entre Hitler y Kafka en enero de 1910, en Praga, en torno a una mesa del Café Arcos de la calle Meiselgasse.

       Por el diario de Kafka imaginado por Piglia sabemos que el hombrecito que responde al nombre de Adolf le hablaba al autor de La colonia penitenciaria de una utopía atroz: la del mundo convertido en inmensa colonia penitenciaria. Adolf se presenta como el profeta del dolor, alguien que sabe poner palabras al horror. «El genio de Kafka −escribe Piglia− reside en haber comprendido que si esas palabras podían ser dichas, entonces podían ser realizadas».

Es de la responsabilidad de las palabra de lo que se trata, responsabilidad que afecta tanto a quien las dice como a quien las escucha. La responsabilidad, en el caso de Kafka, significaba saber oír y transformar lo oído en novela. Esa es la tesis de Piglia: «Kafka hace en su ficción, antes que Hitler, lo que Hitler le dijo que iba a hacer. Sus textos son la anticipación de lo que veía como posible en las palabras perversas de ese Adolf payaso, profeta que anunciaba, en una especie de sopor letárgico, un futuro de una maldad geométrica». «Ni el mismo Hitler, estoy seguro −en este caso es Tardewski quien opina− creía en 1909 que eso fuera posible. Pero Kafka sí. Kafka, Renzi, dijo Tardewski, sabía oír. Estaba atento al murmullo enfermizo de la historia». El murmullo que se estructura en novela y acaba titulándose El castillo o Amerika.

Esta posibilidad de imaginar la distopía, y no sólo de imaginarla, sino, sobre todo, la posibilidad de ponerle palabras, contrasta con el silencio que rodea la realidad histórica del mal absoluto. Primo Levi, Jean Améry o Jorge Semprún, desde planteamientos distintos, han atravesado la frontera del silencio en el relato de sus vidas después de sobrevivir a un campo de concentración. El problema, si es que siguen existiendo problemas morales vinculados a la ficción,  nos remite a la posibilidad de conocer lo todavía no existentente por medio del arte. Aún más: la posibilidad de confiar en el arte o en un artista. Si no existen problemas de esa índole, entonces solo estamos ante un típico caso de historia-ficción o de historia novelada.
 
   Pero algo ocurrió, vaya que si ocurrió, y alguien, antes, escuchó el murmullo de la historia y supo ponerle palabras.
(Continua.)

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