Mi padre, su amigo Miguel y Picasso. La Californie, Cannes, 1956
(Mi padre murió hace diez años. Un dos de febrero. Esto lo escribí la noche del 4 de febrero de hace diez años, mezclando lágrimas y risas. Es maravilloso cuando la ausencia se transforma en memoria contenta)
En Granada muchos dicen que mi
padre fue un gran personaje, divertido y listo. Hablan de un homo faber. Muchos
también pensarán que podía ser ingenuo, y eso a veces era bueno y a veces malo.
Lo que sé es que mi padre me transmitió una novela: la memoria del siglo XX,
una estructura novelesca a la que yo he ido añadiendo capítulos.
Así fue, junto a mi padre se aprendían
cosas. Uno de mis primeros recuerdos es una imagen en la terraza de una casa de
verano: el Apolo XI acababa de posarse en la luna y mi padre lo contaba como si
él fuese miembro de la NASA. A su lado me sentía protagonista de la historia,
parte de los acontecimientos de las últimas décadas del siglo XX: la muerte de
Franco, las protestas estudiantiles, el golpe del 23 de febrero, la primera
guerra del golfo. Le gustaba contarme la liberación de París con De Gaulle
caminando por los campos Elíseos (y lo contaba imitando el gesto de manos de De
Gaulle, un gesto que denotaba el peso del agradecimiento); gesticulaba cuando
recordaba la tarde de noviembre en Madrid cuando vio por televisión el
asesinato de Kennedy. Era como si él hubiera estado en Dallas, más aún, como si
él perteneciera al gabinete de Kennedy. Eso es lo que yo recuerdo. Cuando
estaba fuera echaba de menos poder ver con él los telediarios y comentar con
pasión la historia. Aunque no estuviéramos de acuerdo en muchas cosas siempre
me resultó acogedor vivir a su lado la memoria del siglo XX: se entusiasmaba,
recordaba, siempre sabía contar la anécdota justa o citar una frase célebre.
Aprendí mucho a su lado, mucho más de lo que conscientemente soy capaz de
reconocer. Y se lo dije. Aprendí el arte de la memoria y luego él, estoy
seguro, aprendió de mí y de tantos otros a ensanchar esa memoria. Aprendí la
dignidad del pasado, no el tribunal de la historia. Aprendí a no olvidar nada.
También aprendí a reírme, con una
risa muy del siglo XX que ahora me cuesta reconvertir en la "risa
amarga" del XXI. Una risa de esencia de verbena, risa de tarde de verano
junto a una fuente, risa de cocktail de inauguración, risa de Madrid y de
provincias. Aprendí que existió un periodista que se había forrado de hule los
bolsillos de la chaqueta para poder rapiñar canapés en los cocktails. Aprendí
la palabra cocktail, que él pronunciaba a la granadina. Muchas veces, como en
el cuento de Borges, me ha costado deslindar su memoria de la mía.
Aprendí y recuerdo. Recuerdo su
admiración por Catherine Deneuve y su colección de gorras para parecerse a
Pablo Neruda. Recuerdo el barco sobre la mar y el caballo en la montaña.
Recuerdo el mar de los veranos en Málaga y la manera en que mi padre
coleccionaba chiringuitos. Recuerdo cómo le gustaba la gente a mi padre.
Recuerdo las excursiones a Sierra Nevada, la cálida y excéntrica compañía de
Antonio Zayas: Don Quijote y Sancho pero en quiasmo. Recuerdo que nos partíamos
de risa cuando Zayas contaba cómo una tarde el señor X entró a caballo en el
Parador de Turismo de Sierra Nevada y pidió un coñac para él y otro para el
caballo.
Lo imaginaba viajando por Europa en
los años 60: Finlandia, Alemania, Italia. Las grandes estaciones de Europa, las
postales desde Niza, los aviones plateados en los que volaba. Me fascinaba la
foto en la que él y su amigo Miguel posaban junto a Picasso. Aprendí que
Picasso los recibió en calzoncillos y desde entonces no me parece de mal gusto
recibir en calzoncillos. Aprendí Madrid con mi padre, un Madrid que luego
reconocí en los libros de Julio Camba.
En los últimos meses se calló. Pero
poco antes de cerrar su oficina, nervioso ante la posibilidad del cierre,
repetía: "Esto se está acabando y hay que ir terminando cosas".
Entonces ideó uno de sus últimos proyectos desde la memoria: publicar páginas
con recuerdos sobre casas, hoteles y restaurantes. Algo muy suyo: espacios para
encontrarse y conversar. A mi hermana Tilda, gracias a cuya generosidad pudo
disfrutar todavía de unos años de proyectos, le costaba asumir el empuje senil
de quien vivía todavía en las luchas de la juventud, las luchas del homo faber.
Hasta muy tarde mantuvo su sentido del humor y sus narraciones. Cuando dejó de
narrar y de reír algo había empezado a desaparecer. A partir de cierto momento
se obsesionó ante la posibilidad de perder lo más querido: la memoria, su gran
compañera. Entonces todo se condensó en un nombre, "Irlanda", el
nombre de la mujer que ayudaba a mi hermana en sus cuidados. El nombre de"
Irlanda" se convirtió en la cifra secreta, la llave del olvido. Lo
apuntaba en todos lados, lo preguntaba sin cesar. Si olvidaba "Irlanda"
todo estaba perdido. En su cabeza qué de prados, de nieblas, de caballos
percherones, de poetas de la naturaleza, qué de Ulises. Y una nieta viajando
por Irlanda, todo para no perder una palabra, una palabra que si se perdía
podía provocar un efecto dominó sobre toda su existencia, sobre la memoria de
la vida en la que tanto disfrutó haciendo cosas y hablando.
Ayer por la tarde, al bajar del
cementerio, recordé la película Big Fish de Tim Burton. Porque era verdad. La
novela de la memoria de mi padre era verdad. Allí estaban todos los personajes
que aprendí a su lado: Neil Armstrong vestido de astronauta, Kennedy abatido
por una bala, De Gaulle recibiendo el agradecimiento del pueblo de París,
Catherine Deneuve vestida de cocktail, Picasso en calzoncillos, Julio Camba
recién salido del Ritz, Pablo Neruda y su gorra, a quien le encantaba
parecerse. y, bueno, a Ganivet lo vi a un lado del camino. Todo en esa tarde de
lluvia en que despedimos una parte de la memoria, un puñado de historias del
siglo XX. Intentaré no olvidarlas. No lo olvidaré.