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Creer en Dios.







Entre sueños y estragada de alcohol y tabaco María oyó la señal de un mensaje en su móvil. Como esperaba, el nombre de Erik era el que llamaba a sus puertas del sueño. Sólo tres palabras. Tres palabras incomprensibles: “Creo en Dios”. Hacía meses que no lo veía. La última vez estaba a punto de casarse con una puta colombiana. Sabe que se casó, que dejó de ver a los amigos comunes y que compró una casa en un pueblo costero de Valencia. ¿Qué coño quiere decir este tío a las seis de la mañana con esta profesión de fe? En realidad Erik era una sustancia tóxica que había dejado de tener efectos. A lo largo de estos meses sus efectos se habían ido diluyendo en un compuesto de absurdo, ingenuidad y olvido.  Todo podía quedar ahí. Pero, pero… Pero si quería podía entender el mensaje. Sentía todavía el terciopelo y la lija de las noches junto a Erik. Recordaba, tiernamente, lo que ella interpretaba como el ansia de armonía, un impulso espiritual hacia el todo que se manifestaba en las más retorcidas formas de autodestrucción. Pero, pero… Entenderlo era entrar de nuevo en la toxicidad de Erik. Abrir la puerta a una manera de reír, de sudar, de arrastrase por el mundo;  dejar entrar una mirada que siempre estaba por encima o por debajo, enamorado del mundo, oficiante de un ritual cuya única regla era no pensar, solo creer, creer que solo se puede vivir sin pensar.
No pensaré, pensó. No interpretaré este mensaje. Lo dejaré guardado como la última señal de un lento olvido.
En ese preciso  instante Erik vivía con nueve horas menos, estaba en un casino de Las Vegas y no se había casado con la puta colombiana.
La vida de Erik, la verdadera vida de Erik, no era la que María había conocido. Podríamos decir que nunca se acaba de conocer a nadie. Pero no se trataba de eso. Todo es mucho más complejo, más real e irreal a la vez. Y esa es la historia que ahora empieza. Porque María tampoco era la María que Erik había conocido. Y además, al final, será María la que acabe creyendo en Dios.

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