1.
Paul
Auster, en La invención de la soledad:
«la historia inventada está formada por entero de significados, mientras que la
historia de los hechos reales carece de cualquier significación más allá de sí
misma». La historia que voy a contar lleva más de un siglo viviendo en la
frontera. Es posible que mi intervención la sitúe definitivamente en el mapa de
la ficción.
2.
Para mi madre eran más importantes los
silencios que las palabras. Pensaba, supongo, que algunas palabras decantarían
la solución química de su infelicidad haciéndola pasar del estado gaseoso al sólido
y, puestos a elegir, siempre es mejor una nube que un monolito cuando de
desdicha se trata. La nube, la nubecilla de la tristeza, es incómoda, molesta,
siempre en la horizontal de la frente, presionando los párpados, generando un
peso facial que dificulta la sonrisa, recordando que tu rostro viene de otros
rostros que fueron incapaces de manifestar el placer. Pero es una nube. Uno
piensa que puede apartarla con un gesto de la mano o esquivarla mirando hacia
otro lado. Entre tanto pasan días, meses, años y la nube sigue ahí, te mueres y
la nube sigue ahí. Como si en cuestiones de tristeza el gaseoso fuera el más
pertinaz de los estados.
Silencio. ¡Silencio!, impone Bernarda
Alba, porque los deseos no se dicen. Silencio, para que nadie escape de la
telaraña de la vergüenza. Silencio porque las palabras son mágicas y abren
puertas de cuevas donde se esconden cadáveres, gusanos, semen, sangre, heces de
mamuts, pechos amputados, niños muertos, fetos conservados en formol, fósiles
del amor, promesas incumplidas, serpientes violadoras, la estatua del caudillo,
besos podridos, cobardías en forma de sartén, larvas, babosas, telarañas,
zapatitos infantiles, chupetes, dientes de leche, bikinis funerales, pelos púbicos,
orgasmos sinuosos, caramelos de la mentira, masturbaciones petrificadas,
menhires de la culpa, padrastros de dedo, padrastros con bigote, madres
deprimidas, inyecciones, lágrimas secas… la enciclopedia novecentista de todo
lo triste e innombrable, el museo de cera de las cosas oscuras. Una araña se
pasea por la nuca de mi madre con intención de descender la vertical de su
espalda. Paciencia. El mamut resopla, sacude su cabeza, lentamente patalea. Más
paciencia. Francisco Franco, de rodillas en un reclinatorio, se arranca a
cantar y canta, canta el número central de La
verbena de la paloma, acaba, se queda un rato en silencio, y serio, muy
serio, canta ahora Like a virgin. Parece
que ya no va a parar de cantar porque sigue con Calle melancolía, My way, Los
remeros del Volga, Ne me quitte pas, parece radio nostalgia llevada al
límite de lo siniestro. Es una escena dorada, imperial: es un dolor imperial. Paciencia infinita. Si se tiene paciencia poco a poco la vista se
acostumbra a la oscuridad y el oído neutraliza al neurótico cantante.
3.
Nueva
York, noviembre de 1991. Me he venido asumiendo todos los imprevistos posibles
al calor de un gélido vínculo laboral. Trabajaré como camarero en un snack
hispano del bajo Manhattan. El contacto me lo ha proporcionado un tipo al que
sólo he visto una vez en un bar de Las Palmas. Fue el año pasado, en enero, en
el enero irreal de Canarias. Hablamos de Jung y de los arquetipos: el héroe, el
viejo sabio y la ninfa.
4.
En
el reino de la indiscreción el secreto es un tesoro de dignidad. Es más, todo
habitante de la vida debería construirse un secreto y cuidarlo como el objeto
que resiste todas las mudanzas. Después de la última mudanza otros deberán
encargarse de cuidar el secreto porque de él depende la memoria, o dicho de
otra manera: el futuro depende del respeto que sepamos conceder a lo dicho.
Respeto, pero no ignorancia. Mientras habitemos esta continuum de cuerpos, palabras, necesidades y pasiones no
renunciaremos a saber, seremos insaciables a la hora de explicar los estilos
arquitectónicos de nuestra memoria, la voluta barroca que adorna nuestra frente
y nos recuerda la esencia trágica y cómica de todo acto.
5.
Estoy tumbado
en el catre del psicodélico Hostal Manhattan, a un paso de Union Square. En el
lobby de la entrada los borrachos se quitan los pensamientos a manotazos.
Daniel, el recepcionista, está en calzoncillos. Yo tengo llagas en los pies del
tamaño de una galleta maría. Llevo tres días paseando Manhattan de arriba abajo. No es fácil encontar un estudio a buen precio, hay demasiados singles en esta ciudad. La habitación en la que duermo estos días es
infernal, no he encontrado por ahora otra cosa. Es una habitación graffiti,
como la guarida de un yonki, todo está pintado con colores muy fuertes: rojos
incendios, rubias cabelleras de diosas, espectros negros y morados, símbolos de
la paz. Es un lugar para llorar o drogarse. Dos gatos me miran desde el tejado
a donde da la ventana y hay alguien en el baño compartido. Miro una fotografía.
En la
fotografía aparece un hombre y sus cuatro hijas "naturales". Él debe haber
cumplido ya los treinta y cinco y las niñas sé que tienen dos, tres, cuatro y
cinco años. Él está sentado, viste levita y corbata y gasta un bigote muy
parecido al de Castelar. Es un hombre atractivo si seguimos los criterios del
siglo XIX, pero la imagen está tomada en 1900: su aspecto está a punto de
ingresar en el eterno museo humano de las parodias y los epígonos. No sé si me
baso en algún rasgo pero su imagen es para mí un cruce entre Marcel Proust y Filippo Tomasso Maninetti. Él, seguramente,
ignoró la existencia de estos dos exquisitos. Se le ve más proclive al
vaudeville, los cafés cantantes y los burdeles de Madrid. Es simpático, es
generoso, se siente a gusto con lo que ha conseguido, es más, en las
elucubraciones nocturnas previas al sueño repasa la lista política, familiar y
erótica de sus logros y se provoca una erección. Ha llegado a una magistratura
provincial, ha construido una familia respetable y ha salvado a una mujer
desorientada, cariñosa y abundante. A sus treinta y cinco años no siente miedo
y tampoco necesita la esperanza. Se encargará de la alimentación y la enseñanza
de estas cuatro niñas que jamás lo pensarán como padre y que incluso dudarán de
ser hermanas cada vez que pronuncien sus ocho apellidos imaginarios.
Las niñas posan
de mayor a menor delante del padre. Llevan las cuatro el mismo vestidito blanco
con fruncidos y encajes y calzado oscuro con calcetines calados. En los
zapatitos de las niñas es donde sitúo la mayor carga sentimental de la
fotografía, pero no porque una de ellas sea mi abuela -jamás sentí cariño por
ella- sino porque los zapatitos se convierten en icono de la inocencia
universal. Sobre todo porque las niñas de la foto no tienen cara. Son cuerpos
con una nebulosa en el rostro, cuatro pequeñas apariciones fantasmales en donde
sólo podemos imaginar lo que debieron ser gestos, miradas y sonrisas. Cuatro
pequeñas fantasmas, cuatro hijas de la naturaleza a las que el espejo les
devuelve una incógnita. Es alucinante que en la única fotografía existente de
las niñas con su padre sólo aparezca definida la cara satisfecha de éste. Son varias las explicaciones posibles:
- Es una foto paranormal.
- El padre se retrató solo y la cámara captó su pensamiento materializado en la figura fantasma de sus cuatro hijas sin rostro.
- Las niñas se retrataron solas. Y no paran de moverse. La cámara captó el pensamiento de las niñas materializando la figura del padre mitificado en su definición.
- Es una foto real.
- El padre quiso tener una foto junto a sus hijas secretas y utilizó otras cuatro niñas a las que el fotógrafo debía difuminar el rostro para que no fueran reconocibles.
- Los que están son los que son pero el fotógrafo sólo enfocó al que le pagaba.
Da igual. Lo cierto es que entre muchos
pueblos no occidentales existe la superstición de que las fotografías roban el
alma, captan el destino oculto de las personas en sus gestos. En esta
fotografía de 1900 las niñas aparecen como fantasmas. Mi abuela, la única que
conocí de esa reunión, tuvo por lo que sé, una existencia fantasmal, neurótica,
desorientada en los afectos. Pasé muchas horas con ella. No recuerdo ningún
gesto cariñoso. No recuerdo ningún regalo. No recuerdo que me enseñara nada.
Sólo recuerdo su silencio, su aburrimiento y las únicas dos conversaciones que
la estimulaban: la compra-venta de bienes inmuebles y la vida personal de la
servidumbre. Ella es el segundo fruto de un amor secreto pero jamás conocerá el
amor. Irá aprendiendo a defenderse, desarrollará estrategias de impostura y
olvido, se conjurará consigo misma para sospechar de todo, para no fiarse de
nada ni de nadie, para no volver a sentir el magma de placer e infelicidad que
implica el amor, ese pequeño monstruo rubio que edifica una ciudad invisible,
un mundo paralelo, la doble vida de la caricia y la vergüenza. A partir de ahí
puedo comprender su personalidad anfibia, puedo incluso compadecerla: de nuevo
mi atención se fija en sus zapatitos. Así sí puedo seguir el hilo del cariño.
El personaje más importante de toda
esta historia es el que no aparece en la foto de los fantasmas. Seguramente
estaba allí, fuera del objetivo de la cámara, llamando la atención a sus hijas
para que no se movieran, acercándose a alguna de ellas mientras el fotógrafo
enfocaba y desenfocaba, para colocarles bien el cuello de los vestiditos o
limpiarles los zapatitos. La madre, la amante, la mujer real, la verdadera
madre que el siglo veinte español con su enciclopedia de miserias y cobardías
intentó eliminar de la memoria. Por ella siento una profunda admiración,
incluso cariño. Sé que ella podría ser mi contemporánea porque es real, porque
no cedió a la fantasmagoría y no abandonó a nadie. En cambio, por lo que sé,
ella fue abandonada por todos, su padre, sus hermanas, su marido, su amante,
sus hijos, su tiempo. Conoció el dolor y el placer y asumió las consecuencias
de ambos. Conoció la vergüenza de ser una querida pero también conoció la
explosión sexual del amor y esa sabiduría la distingue entre las mujeres de su
tiempo y su ciudad. En el fondo recordar esta historia es rescatar a una náufraga
que no ha perdido los nervios durante casi un siglo de olvido.