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Hasta en sueños he creído tenerte.









Me tomé un par de cañas con papas arrugás y mojo picón en un bar de la Playa de las Canteras y luego acabé en un pub de ambiente tropical donde a cada rato se escuchaba una salsa de Lalo Rodríguez invitando a alguien a que lo devorara… porque en todas busco lo salvaje / de tu sexo amor. Para mí era un saber hermético eso de “lo salvaje de tu sexo”… hasta en sueños he creído tenerte / devorándome. Digamos que sentía miedo, que me inquietaba, que me hubiera gustado en ese momento cambiar opiniones y teorizar sobre esa forma de sexo tigresco y tropical, se me venía a la cabeza ese cuadro de Dalí en el que dos tigres se abalanzan sobre un cuerpo carnal y blanco, unos tigres soñados por ese cuerpo, un Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes del despertarno he podido encontrar la mujer /  que dibuje mi cuerpo en cada rincón  / sin que sobre un pedazo de piel, / ay ven. ¿Cuando estaré dentro de un sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada y abandonaré esta pesadumbre amorfa del gran teórico? …Hasta en sueños he creído tenerte / devorándome / y he mojado mis sábanas blancas / llorándote / y en mi cama nadie es como tú… La humedad era, a la vez, lo más concreto y lo más teórico de la canción, sobre todo porque me daba cuenta que el problema estaba en el posesivo, “mi cama”, no “la cama”, sino “mi cama” como lugar de pruebas sexuales. Y la cosa se cerraba con un floreado de metales después de repetir devórame suavecito y con calma hasta el amanecer.
         A la tercera vez que la escuché ya llevaba dos gin-tonics encima. Vi a Berta Guillemon al otro lado de la barra. Vi su espalda y su gran melena negra. La verdad es que se la veía bella: unas botas marrones oscuras y ceñidas hasta mitad de la pantorrilla, medias negras, una falda también negra y ligera hasta la rodilla, una falda que volaba y se posaba, una falda que era como una mariposa, y una blusa blanca de manga corta que resaltaba unos brazos sólidos y suaves. Berta no me caía bien, era uno de los peces piloto de De Boer, eso sí, el pez piloto con más dignidad. Más bien había decidido que no me cayera bien porque suponía un conflicto de clase: yo pertenecía al estamento que nunca iría al congreso de Honolulu y además no tenía cama de pruebas; ella ya había estado en Honolulu y siempre que podía daba por sentada su maitrisse en sábanas blancas. Pero estaba guapísima, sobre todo entonces, después de haberme machacado las neuronas con las ansias de Lalo Rodríguez. Pensé en Berta devorándome y aquello no era verosímil, era una escena que me enervaba y avergonzaba. Ella debió sentir algo porque, sin venir a cuento, se dio la vuelta y me saludó, pero sucedió de forma tal que pensé que llevaba rato ensayando el saludo y que lo hizo, con gran maestría, justo en el instante posterior a que yo decidiera la inverosimilitud de tenerla en mi cama devorándome. “Qué hay Berta” dije a lo lejos subrayando la palabra “Berta” y ella que había mantenido la mirada hasta ese momento frunció la nariz hacia los ojos, en un gesto que era para comérsela, y se volvió a seguir hablando con su acompañante, un profesor de la Universidad de Davis, California, hipermoderno, hipersiniestro, hipertextual y, además, redactor jefe de Hypertexte Internacional Vademécum. A tomar por culo.





         La barra del pub hacía un triángulo: yo estaba en el ángulo exterior, el más incómodo, el ideal para subrayar todo aislamiento o culpa, porque en el fondo la barra me señalaba a mí, señalaba una presa, un destino, una dirección. Berta y el profesor de Davis estaban en el ángulo interior a mi izquierda. En el ángulo interior a mi derecha había una pareja que me miraba. Tendrían entre cuarenta o cincuenta años. Me miraban, hablaban y me volvían a mirar. Pensé que se habían dado cuenta de que había imaginado a Berta devorándome. Eran muy raros, pensé que eran un par de colgados ingleses, eso parecían. Lo que sí percibí desde el principio es que él la quería mucho, mucho más que ella a él. Ella más bien parecía necesitarlo. Estaban fuera del mundo, como yo, en un vértice, pero ellos eran raros y yo no me consideraba nada raro, es más, la rareza era para mí una cosa teórica. De pronto vi que ella venía hacia mí. Lo miré a él y vi lo un claro gesto de aprobación. Intentaba decirme algo así como “cuídala, tiene problemas”. Asentí con la mirada. En efecto, ella llegó hacia mí, me saludó en un torpe español y me preguntó si hablaba inglés, “un poco” le dije. Entonces comenzó mi inmersión canaria en la psicología profunda. “Veo que estás solo e igual te apetece pasar un rato con alguien, quiero decir, hablar con alguien”. Con mi inseguro inglés le vine a decir que no me importaba estar solo, cosa que era mentira, y que si, que podíamos hablar. “Pero he visto que tú no estás sola”. “Eso no importa ahora” , me respondió. De cerca comprobé que se había puesto algo, no sé qué, pero algo parecido a muchos porros, una pastilla o unas setas, algo lo bastante fuerte como para que su mirada fuera imposible. También consideré la posibilidad de la loca y el loco, la verdad es que me preocupé.
El viaje a Canarias me dio mal rollo desde el principio y además justo en ese momento estaba sensible, débil, en el argumento de la fantasía inverosímil sobre Berta y sus ganas de devorarme. “Lo que importa es que te apetezca hablar,¿ sabes?”.  “Hablemos entonces” le dije. Yo conté la historia del congreso, las razones de mi interés por el hipertexto, mi proyecto de tesis y algo sobre mi turística ciudad de origen. Por ella me enteré que vivían en un chalet cerca de Playa del Hombre. “¿Es bonita esa zona?”, le pregunté. Ella me respondió algo que me empezó a preocupar y anuló mis fantasías sobre Berta: “Todo lo mío es horroroso”, dijo. Joder, o no es para preocuparse, y además en Canarias. Ella, al notar mi temor, mi divina ingenuidad peninsular y provinciana, soltó unas risitas y se agarró de mi brazo: “No te preocupes, no estoy loca”, intentó tranquilizarme, “Somos un grupo de ….ianos”. Yo entendí cualquier cosa menos lo que debía haber entendido y ella me repetía una y otra vez que eran “…ianos”, la pobre, con lo que llevaba encima, tampoco pronunciaba muy bien las erres, así que barajé varias posibilidades: “arrianos” fue la primera, que descarté por disparatada, luego, con la sombra de una u que me pareció oír consideré “uninianos”, algo así como una fraternidad universal que mirar hacia el futuro con la confianza que da la unión. No me aclaraba, necesitaba clasificar a aquella mujer que ahora me estaba hablando de un viejo sabio, de un héroe y de una ninfa. Empecé a pensar que era demasiado, que debía pagar y dejar allí a Berta, al profesor de Davis, a esta pareja de “…ianos”, al viejo sabio y a todas sus ninfas. Hay momentos en los que si uno no sabe quién es toma decisiones absurdas. Aquella iba a ser una de esas decisiones absurdas, lo que iba a ocurrir en las próximas veinticuatro horas pertenece al género de la truculencia, al de las experiencias que no te enseñan nada, sólo que existe un patria de los cuerdos y que yo avanzaba hacia el exilo a pasos agigantados.

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