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Historias de la furibunda y moribunda literatura.







Saber despedirse es un arte. Utilizar los gestos y las palabras adecuadas pueden ser  la garantía de un alegre reencuentro. Hay quien se despide con todos los símbolos y estandartes saludando desde esta orilla y deseando buen viaje a quien se adentra en el desierto. Adiós, adiós, fuimos tan felices juntos que echarte de menos será recordar los buenos momentos. Hay quien nunca se despide del todo y confía en las cartas, en la escritura, en los papeles guardados en cajones o en archivos del disco duro. Hay también quien se despide con un sonoro beso en la boca y acepta que todo era nada y nada era todo.  
         La despedida de la literatura es ya un topos literario del siglo XXI, este siglo que, por ahora, se parece mucho a un adolescente. A Saul Bellow le resultaba muy doloroso tener que dejar a Ravelstein (publicada en 2000, Ravelstein es su última novela) en manos de la muerte, pero ya se sabe: ni la literatura ha existido siempre ni existirá para siempre. Federico el Grande era muy poco diplomático con los soldados que no tenían muy claro entrar en batalla: “¡Perros! ¿Acaso queréis vivir para siempre?” Así que poco a poco nos vamos despidiendo de todo, también de las formas literarias. Nadie echa de menos el drama neoclásico, bueno, casi nadie, sin embargo despedirse de él fue causa de polémicas, insultos, motines, hasta el gobierno tuvo que intervenir. Total para nada: se impuso el romanticismo. Despedirse del humanismo ya es otra cosa, y eso que nos vamos despidiendo hace ya décadas sin tantos altercados, pero las heridas son más profundas, tan profundas que a veces las confundimos con nosotros mismos.
         Justo en los primeros años del siglo XXI John Gray enunció los presupuestos fundamentales de su filosofía política: el antihumanismo, mezcla de crítica radical al neoliberalismo y defensa de la condición animal de la humanidad. Para Gray somos animales que no buscan realizar valores sino saciar necesidades. Y me pregunto: ¿es la literatura una necesidad? Claro que no. Lo que sí es una necesidad es contar historias por la noche, alrededor del fuego. La literatura es un valor y de los valores nos vamos despidiendo. A la novela le gusta mucho despedirse de la literatura, está en su genética cervantina. Quiero hablar aquí, brevemente, de tres novelas recientes en español  que se despiden a su manera de la literatura y contienen personajes que son final de especie: el último editor literario y los últimos profesores de literatura, es decir personajes que se parecen demasiado a un ensayo de Piglia, cosa nada rara, porque la literatura de nuestro tiempo es lo más parecido a un ensayo de Ricardo Piglia.


         Dublinesca, como toda la obra de Vila-Matas, es la manifestación de un fanatismo desmesurado por la literatura.  Melodrama, tragedia y necesaria comedia de un editor obsesionado por encontrar un joven autor genial. Ese ya célebre funeral por las cumbres de la Galaxia Gutenberg, que sigue la pauta del funeral por Paddy Dignam del sexto capítulo del Ulises de Joyce, va avanzando en la novela con búsquedas en Google y audiciones de Billie Holiday, Tom Waits o el leit motiv de Green Fields of France, una atmósfera de niebla y mito, que favorece la reaparición del “autor literario”, de Vilem Vok, y de ese joven genio de las letras, pues ya se sabe que “siempre aparece alguien que no te esperas para nada”. Esta reaparición del “autor”, que podemos entender como una superación de toda la teoría literaria del siglo XX (Vila-Matas publicó casi al mismo tiempo el pequeño volumen Perder teorías), es una despedida ritual, como ritual es el canibalismo de algunos salvajes, el fin es apoderarse del poder del enemigo. El funeral por la Galaxia Gutenberg se convierte en saludo a un nuevo de tipo de autor y un nuevo tipo de lector con talento. Asistimos a un funeral y a un bautizo. El caso es que en la novela de Vila-Matas lo que nace es algo que ya conocíamos, es una vuelta, un reencuentro. Si nos despedimos como dios manda sabremos reencontrarnos. Riba, el editor retirado que protagoniza la novela, es consciente de que en todas las épocas es característico de la imaginación encontrarse siempre al final de una época, es decir, que la imaginación es apocalíptica. Además, dice Riba, “Lo importante no es que se vaya a pique la brillante era de la imprenta. Lo verdaderamente grave es que me voy a pique yo.” Pero siempre aparece alguien, incluso en los funerales, alguien con una gabardina que nos recuerda que en las novelas de Vila-Matas la literatura no se acaba con el yo.





         Un momento de descanso es una triste y divertidísima despedida de la literatura, de la literatura como asunto académico. Aquí no hay funeral sino inauguración de curso académico, en el tiempo en que las humanidades se han convertido en saberes de saldo y sus oficiantes son impostores, consciente o inconscientemente educados en la tradición franquista del menosprecio de la cultura. Pero además la novela de Antonio Orejudo es una alegre reivindicación de la capacidad de fabular más allá de la literatura. Los indicios conspiratorios, las obsesiones paranoides, las interpretaciones delirantes construyen un marco de novela de novelas que adapta al sainete académico español el mundo alucinante y alucinado de la genial Ruido de fondo de Don Delillo. Los teóricos de la literatura se ha convertido en productores de pelis porno (era de esperar) y los profesores de literatura miran al vacío. Un momento de descanso se despide de la literatura como asunto académico, alegremente, consciente de que en el fondo lo que la literatura ha querido siempre es hacerse visible, como la imaginación. Sensata despedida de lo moribundo con beso en la boca y promesa de felicidad y descanso. La burbuja de los estudios literarios algún día tenía que explotar.
         Bolaño, que se despidió del todo, no se despidió de la furibunda y moribunda literatura. Ni siquiera de la publicación. Su última novela, fragmentaria y fractal, es, en lo fundamental, la historia de Amalfitano, profesor de literatura que a los cincuenta años descubre la homosexualidad, antes de acabar en Santa Teresa poniendo libros al fresco. Es decir, descubre la poesía y el amor por un cierto Padilla de dudosos y vanguardistas gustos literarios que escribe una novela titulada El dios de los homosexuales. Por estas peligrosas relaciones tendrá que abandonar Barcelona con su hija adolescente, que está empezando a dejar de leer (esta si que se está despidiendo de la literatura), e instalarse en Santa Teresa, lugar poco recomendable para nadie que no sea lector de Bolaño. Allí se convierte en lector  “a destiempo” de las novelas de Arcimboldi. En Los sinsabores del verdadero policía Bolaño no se despide de la literatura, al contrario, a la vejez viruelas. El cansado Amalfitano recuerda que de adolescente “hubiera querido ser judío, bolchevique, negro, homosexual, drogadicto y medio loco, y manco para más remate, pero sólo fui profesor de literatura”. Siempre nos quedará Amalfitano que, casi rezando, agradece haber podido leer miles de libros: “Menos mal que he conocido a los Poetas y que he leído las Novelas… Menos mal que aún puedo leer, se decía entre escéptico y esperanzado”.
         Tres novelas para aprender a despedirse.

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