Había
viajado a Las Palmas para participar en un congreso titulado “El hipertexto en
la frontera de un nuevo milenio and
beyond”. Sí, utilizaba esa coletilla inglesa en el título, la intención era
combinar rigor y desenfado. Yo pasaba por una etapa teórica: tenía una vida
teórica, una novia teórica, un trabajo teórico, amigos teóricos. Todo debía ser
analizado y recodificado de acuerdo a pautas franco-norteamericanas de
expresión. Esperaba hacerme un lugar en el circuito de congresos literarios internacionales,
categoría: alojamiento en hoteles de cuatro estrellas o más. Eran los tiempos
en los que se generalizaba el entrecomillado textual a través de ese absurdo
gesto con los dedos índice y corazón de ambas manos. Yo estaba “enamorado” de
Claire, en la facultad daba “clases” de “literatura española”; los “congresos”
me parecían una magnífica “oportunidad” de “beber”, “comer” e “intentarlo”. El
guión de mi vida era teórico. Asistía con cinismo a las sesiones, intercambiaba
opiniones, cínicamente, con algunos mandarines académicos holandeses y
norteamericanos, felicitaba con cinismo a algún o, preferiblemente, alguna
participante por su novedad expositiva. Tomaba distancia teórica al sentarme en
la sala, una distancia negra y blanca, llena de referencias, sospechas y
envidias. Sabía, porque me conocía, que todo teórico envidia la vida y envidia la obra, a no ser que la teoría también sea vida y obra, y teóricos y con teorías así hay muy pocos y, por lo general, están muertos.
Todos estaban bastante inquietos porque al congreso asistía Helmut De
Boer, el gran pope del hipertexto venido de las tierras bajas, el contacto que
abría las puertas a las páginas del Hypertexte
Internacional Vademécum. Conozco quien arruinó su vida por publicar en esa
revista, se llamaba Berta Guillemon, catalana de Reus, y pilló un sidazo
después de acostarse con uno de sus
redactores más loca. Además De Boer era el rey mago de los congresos exóticos, a
los que asistía como un veedor asiste a los partidos de fútbol infantil, a la
búsqueda de posibles jóvenes teóricos
con los que decorar los paneles de futuros congresos en Bangkok, Québec o
Honolulu. Cuando te lo presentaban te miraba de arriba abajo y te hacía un par
de preguntas extravagantes del tipo “¿Cuál crees que es la prenda interior
masculina dominante en este congreso: boxer o slip?” Entonces las siete u ocho
personas que siempre iban con él, sus siete u ocho peces piloto intercambiaban
interminables sonrisas académicas acompañadas de infinitos corolarios y
referencias cruzadas. Ah, la sonrisa académica, el distintivo sonoro que
acompaña al saber de occidente, ese grato gesto con el que evitar todo lo que
no sea relevante, todo lo que no sea organizar un próximo congreso. “Profesor
De Boer, yo uso boxer, pero apuesto la presencia en el congreso de Honolulu
contra una reseña de algún libro de uno de sus peces piloto a que usted usa
slips, slips de colores vivos”, no fue eso lo que dije, eso lo pensé luego,
siete u ocho horas después apoyando el codo en la barra de un bar perdido en el
centro de Las Palmas. En el momento me limité a idiotizarme en el coro de risas
académicas y comentarle mi interés por algunos participantes en el congreso de
Honolulu. Me sentí una mierda y decidí derivar al encuentro de la truculencia.
Y la truculencia se manifestó.
Harto de sonrisas y encuentros académicos regresé al hotel,
me duché y vi las noticias. Salvador Dalí había muerto esa mañana, justo
durante el acto de inauguración del congreso, presidido por un inmaculado De
Boer. Bueno, inmaculado hasta cierto punto, porque su vestuario aludía a la
sangre. Vestía traje blanco, camisa roja, corbata blanca y pañuelo rojo en
discreta cascada saliendo del bolsillo superior de la ajustadita chaqueta. La
cosa estaba entre un incomprensible homenaje a Polonia o, según escuché al
vuelo a una estudiante sentada detrás de mí, un homenaje a un personaje
holandés de una colección de comics americanos. Yo me decantaba por Polonia y,
fascinado por la follia teórica,
encontraba un abanico de alusiones: el Papa, el peligro, la menstruación, las bodas
gitanas, la mesa roja y el mantel levitando en una naturaleza muerta de Dalí.
Me impresionó un poco pensar que al poco de morir Dalí yo estuviera teorizando
con el blanco y el rojo de uno de sus cuadros, pero todavía la casualidad no
era causalidad y Dalí estaba en su sitio, demasiado en su sitio ya, y De Boer
en el suyo, presidiendo una mesa que festejaba el torbellino teórico de la
última década del siglo XX, todo con muchas risitas académicas, infinitas risas
agelastas de los que todo lo saben y a los que nada sorprende. Pues bien, me
enteré de la muerte de Dalí, evoqué el traje de De Boer, me miré en el espejo y
salí a un lunes por la noche en el anacrónico enero de Las Palmas. Con mi corazón abierto de par en par a las derivas truculentas.