Estimados señores amigos del profesor M.:
Me presento. Soy Glenda, la nueva secretaria del profesor M. Antes de caer dormido me hizo prometer que les escribiría un correo comentándole sus palabras, que más que palabras son exabruptos. Yo lo hago, no sé bien para qué. El maestro tomó demasiado desde medio día. Antes de desplomarse en el diván, "con el peso de las dos guerras mundiales, y una civil, caigo en este diván” dijo antes de perder la lucidez, me encargó que aceptase vuestra invitación para la cena de Navidad. Vino a visitarlo una comisión islandesa de críticos literarios con una botella de mezcal. Aunque el maestro aguanta bastante a sus setenta y dos años, su carácter sanguíneo puede con él. Bastó que uno de los islandeses mencionara a Ruiz Zafón para que el prof. M. agarrara la estrella del árbol de Navidad y se la lanzara a los ojos: “¡¡Mantequilla y sólo mantequilla!!”, les repetía sin saber cómo salir del bucle. Menos mal que apareció su hijo y pudo reducir al padre. Todavía gritaba, ya en la cama, mientras la comisión islandesa abandonaba el apartamento un poco perpleja, con la convicción de que "Ruiz Zafón" era algo peligroso en aquella casa. Recién se van, el prof. M. dice sentirse confuso y avergonzado. Que, si, que el prof. M. asistirá a la cena de Navidad, "aunque sea la última cosa que haga en este mundo". Antes de entrar en un profundo sueño dijo algo sobre la idolatría navideña: “Benditos sean los belenes; a la mierda los belenes”, la verdad es que se contradecía. Eso fue exactamente lo que dijo, y me preguntó qué número era, cosa que no entendí. Tampoco entendí muy bien lo que dijo sobre los colchones y la felicidad, sólo sé que pude ver cómo tocaba el somier y decía acordarse de la belleza extraterrestre de Grace Kelly con 23 años. Ya entre las sábanas, febril, susurraba comentarios sobre don Mariano y la profecía maya. "Qué cojones les pasa a esos pendejos que no saben que una célula es más valiosa que todo el tesoro”. Yo sólo me limito a transcribir lo que él quería decir, porque él me ordenó que escribiera este correo con "los momentos más señalados de mi confusión mezcálica", literalmente. También dijo que se imaginaba a don Hal y a don Stanley organizando sus funerales bajo la encina gigante del camino. A su hijo le dedicó una lista para vencer a la muerte: "un tigre, la sandía, una cerveza fría en agosto, pisar la hierba descalzo, las señoritas que aún no conocemos, un refugio en la nieve, algunos bares del mundo, Nueva York, la música que detiene el tiempo, los buenos materiales, los bolígrafos que pesan, el vino, dos o tres porros, las playas de Bolonia, Cadaqués, una cena con los amigos, regalar muebles, irse sin pagar de un restaurante caro, que los hijos te hagan cosquillas y te entre tos, entenderse sin decir palabras, comer sobrasada y masticar con la boca abierta mientras sacas la lengua, una guerra de tartas, mear una vez al año en la calle, el helado de vainilla, las tortitas de camarones, La Dolce Vita…". El viejito no paraba, estuvo así una hora por la menos, el tiempo que tardamos su hijo y yo en preparar la cena y tomarnos dos pisco sauer. Luego dijo unas palabras sobre la señora P: "Vamos a cumplir treinta años de no se sabe qué y estoy contento. ¡Pero quiten ese cenicero de ahí y bajen la tapa del retrete por si aparece la puñetera!" Luego se calló y no hubo más. Yo me alegro mucho de que el maestro me encargara transmitirles sus respuestas y pensamientos para tener, así, oportunidad de saludarlos por escrito. Espero conocerlos en la próxima cena en casa del viejito (espero que nadie mencione a Ruiz Zafón). Entre tanto yo me despido de ustedes mostrándoles mi consideración y afecto arbitrario. Poco a poco voy entendiendo los laberintos narrativos de su novela Una montaña rusa a los cuarenta. El maestro los quiere mucho.
Atentamente,
Glenda Moriarty.