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Monólogo del iceberg







Erik se puso estupendo mientras oía los sueños de Glenda a casi diez mil kilómetros de distancia.  Completamente desnudo delante de la venta, miró las luces nocturnas de Las Vegas, se metió una raya y escenificó “El monólogo del iceberg”:
         “¿De dónde procede tanto desorden? ¿Por qué cada mañana todo se ha recalificado? ¿Qué torpes taxonomías se imponen a los hielos y mareas? ¿Desde qué fronteras de mi existencia avanzan estos seres alucinados y obsesivos que reclaman lo que creen haber perdido y nunca tuvieron? ¿Por qué creemos merecer aquello que ni en sueños nos atreveríamos a pedir? Me resisto a las escenografías de opereta, pero sé que adoro los pavos reales en el balcón de los palacios de invierno, y también adoro los rituales y los gestos de los imperios mentales y decadentes. Si mi destino no alberga más límite que el infinito, ¿qué más me da el fracaso, la mentira y la infamia? Dudo del sentido de tanta resistencia a la caída. Quizá la única nobleza se encuentre más abajo, mucho más abajo. Quizá nunca estaré satisfecho sin alcanzar la sima. Además de insensato soy cobarde.
Es preciso cuidarse, me digo cada mañana, y cada noche también a la entrada del casino. Tengo que cuidarme, es mi pagana oración nocturna a los espacios y los tiempos. Basta un leve cambio en el orden de las brisas para que todos mis mapas queden obsoletos. Es desesperante moverse en una geografía ilusoria. En el tiempo y el espacio de la obsolescencia del hombre.
Sé que puede ser estimulante como aventura, como isla de la vida, pero me agota pensarlo como rutina.  Así lo siento cuando despierto convencido de ser un pequeño dios vestido para seducir.
Trato de evitar sistemáticamente el dolor, es cierto. En eso sería un magnífico maestro de drag queens. Pero dudo si no es más dolor lo que necesito para poder decantarme de una puta vez por el escepticismo de este siglo idiota.
¿Qué heredado espanto me impide dibujar el iceberg? ¿Cuál es el miedo que enfría mis aguas? Será cuestión de tiempo que todo se diluya. Para siempre. Para siempre. El agua descongelada no vuelve a congelarse de la misma forma. Disuelto, deshecho, olvidado entre la bruma en medio del mar cálido del amor. Así me imagino.
Del dolor solo puedo decir que, por ahora, me resulta indeseable, demoníaco. Ya sabemos: la bestia odia las palabras y se fascina con los pensamientos”.

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