Ir al contenido principal

El lector salteado (Macedonio Fernández, y un poco de José Val del Omar, sobre las formas de leer y mirar en el siglo XXI)









La idea del “lector salteado” la encontré en el novelista porteño Macedonio Fernández (Buenos Aires 1874-1852). Amigo y maestro de Borges, Fernández entró en un estado de perplejidad y bohemia tras la muerte de su esposa. Este hecho y sus convicciones utópicas le llevan a idear una novela en la que un lector pudiera leer todas las posibilidades a partir de un hecho. Su proyecto es artístico pero tiene una interesante base política. En 1897, con apenas veintidós años, y justo después de defender su tesis doctoral en leyes con un trabajo bajo el  escueto título de Sobre las personas, Macedonio Fernández y un grupo de amigos viajan al alto Paraná, en la frontera entre Paraguay y Argentina, con la intención de fundar una colonia socialista. Entre los de la partida figuraba el padre de Borges, que al final decide no acompañarlos ya que  por esos mismos días va a contraer matrimonio. En un paraje desolado se instala este grupo de “náufragos con chaqué”  —así los describe alguno de sus amigos— con la intención de fundar una nueva sociedad inspirada por el socialismo utópico de Fourier. Uno de ellos es Julio Molina y Vedía, arquitecto que había renunciado a su profesión para no colaborar en la construcción de una sociedad en derrumbe y autor, un par de décadas más tarde, de una interesante y curiosa utopía literaria: La Nueva Argentina (1929). La experiencia no dura mucho tiempo, el entusiasmo y el idealismo de Macedonio Fernández y sus amigos se marchita entre las duras condiciones del territorio, los mosquitos y, sobre todo, el más peligroso de los estados para cualquier radicalidad colectiva: el aburrimiento.

 A pesar de todo, este episodio es clave en la formación de Macedonio y en su idea del arte de la novela, un género en prosa que servirá para imaginar todas las posibilidades y abrir las puertas a la utopía.





             Macedonio Fernández, al hablar de su obra, distinguió entre “la última novela mala”, que es Adriana Buenos Aires, una novela triste y filosófica sobre un triangulo amoroso, y “la primera novela buena” que es Museo de la Novela de la Eterna. La novel mala está destinada al lector seguido, al que espera una trama y un desenlace. El asunto son las relaciones entre un cuarentón y una pareja de jóvenes entre los que fluye la pasión, la compasión, el amor y la ternura.     
        
La novela “buena”, la que será fundadora de una nueva tradición, necesita también de un lector nuevo. Ese es para Macedonio Fernández “el lector salteado”. Si buena parte de la crítica del siglo XX ha basculado en torno a la idea de una obra literaria que se crea en las interpretaciones diversas de lectores astutos, cultos o intuitivos, hasta el extremo de considerar que no existen obras sino lecturas, el autor de Museo de la Novela de la Eterna no es que presuponga la existencia de un tipo de lector, es que necesita, le resulta imprescindible, el tipo de lectura que puede hacer el “lector salteado”. Su existencia es imprescindible para que funcione la máquina utópica de la prosa y de la futura novela perfecta. Quizá es tan sólo una condición para no sentirse sólo y ridículo en el mundo virtual que está construyendo, pero, en cualquier caso, el “lector salteado” es tan importante como el autor o los personajes. Esa es la razón por la que el lector está presente en toda la novela, como un personaje más, de acuerdo, pero sobre todo como una necesidad estética y metafísica de la novela.
        
Un lector que será leído: ese es el verdadero autor de la novela utópica, y así lo plantea Macedonio Fernández en el prólogo que lleva por título “Andando”, donde además de definir lo novelesco de su novela apela a un lector fantástico:

                   Novela cuya existencia fue novelesca por tanto anuncio, promesa y desistimiento de ella, y será novelesco un lector que la entienda. Tal lector se hará célebre, con la calificación de lector fantástico. Será muy leído, por todos los públicos de lectores, este lector mío.


         Para Ricardo  Piglia, que es sin duda uno de los lectores soñados por  Macedonio Fernández, Museo de la Novela invierte la relación que define las grandes teorías de Auerbach, Lukács y Bajtín sobre el realismo en la novela: para él no se trata de buscar la realidad en la novela, sino de buscar la novela en la realidad. Inversión que, inevitablemente, conduce a la utopía, a la Todaposibilidad de la vida que solo puede propiciar la novela. Sabemos que Piglia sitúa el origen de la tradición literaria del Río de la Plata en ese libro donde se mezclan saberes, formas, géneros, estilos y lenguajes que es Facundo de Domingo Faustino Sarmiento. Un libro que no sólo funda una tradición literaria, sino que con toda precisión podemos afirmar que funda un Estado: la República Argentina. Esa es la gran tesis de Piglia y el argumento de sus novelas: el estado y la novela son una misma cosa, podemos leer el estado como si fuera una novela y leer una novela como si fuera un estado. En Museo de la Novela es central la figura del Presidente: un Presidente de la novela que tiene las mismas competencias que un Presidente de la República, tan ficticio uno como otro.

         El lector que necesita Macedonio Fernández, ese lector “salteado”, es una premonición del internauta, del lector que ha nacido a la lectura en los primeros años del siglo XXI y para quien leer es no seguir una trama, una concatenación de acontecimientos y estados emocionales, sino un lector capaz de leer en todo momento y encontrar una trama en la totalidad de sus lecturas. Eso sí, Macedonio no renuncia a un sentido, no se abandona en el surf cibernético que busca olas de estímulo sin cesar. Busca conmover la personalidad, marearla, introducirla en un estado de desposesión estética sin renunciar a la memoria personal y la posibilidad de olvido. Las experiencias del lector forman parte de la construcción novelesca, tanto en lo abstracto y conceptual como en lo concreto y lingüístico. Es el lector que se suma a la misión utópica de la novela y que sospecha de la ficción del estado. Un lector que será leído como constructor de lo que está por venir, artífice, y esta es una palabra fundamental en el mundo de Macedonio, de la no-realidad.

         La trama de Museo de la Novela de la Eterna, primera novela buena, es una trama, sin principio ni fin, de situaciones y personajes esquemáticos. Veinte capítulos, precedidos por más de cincuenta prólogos y seguidos por tres epílogos. Podemos considerarla una novela abstracta si es que algo así fuera posible, si en el mundo de la prosa toda abstracción pudiera librarse de la concreción vital de los personajes, de su condición de egos experimentales, según la célebre definición de Kundera. Fernández sueña con una prosa capaz de construir mundos esquemáticos pero infinitos, como el espacio en la pintura de Kandinsky o en las narraciones del tiempo en la cinematografía experimental del cineasta español José Val del Omar, inventor de procedimientos técnicos que acercaban el cine a la mística: la visión táctil, el sonido diafónico  o el desbordamiento apanorámico. De nuevo mística y tecnología, misterio y técnica al servicio de lo humano, así lo percibe el cineasta en un texto de 1959:
          

         A nuestros contemporáneos concretamente les toca vivir el instante del descubrimiento y aplicación de la mecánica automática y electrónica: el instante de la explosión electrónica de las comunicaciones humanas, el instante del gran estirón sensorial del Yo hacia mi prójimo.

         José Val del Omar es consciente del potencial que la técnica visual iba a adquirir en la segunda mitad del siglo XX, igual que Macedonio sabía del poder de la ficción, y por eso propone un arte cinematográfico que aspire a la Pasión a través de la Técnica

         Virtud del técnico será poner en juego, para el bien, este complejo instrumental psicofísico de las técnicas actuales, que hoy se perfilan como agresivas y atentatorias al fuero interno de la persona humana.






         Es curioso encontrar a los más directos precursores del siglo XXI en los pliegues o zonas de sombra de las vanguardias del XX.

         A partir de una intensa reflexión sobre el material que da forma a la novela, Macedonio Fernández no puede dejar fuera de su prosa el proceso de construcción, el taller intelectual en el que se cuece el edificio verbal de la toda historia. El autor es necesariamente un personaje más, desde fuera en tanto que artífice, reproductor, estratega, conocedor de una técnica que le permite construir un mundo de palabras que aspira a abolir el tiempo y el espacio. En uno de los epílogos que cierran Museo de la Novela titulado “La novela en estados”, Macedonio ve la novela del futuro como “un melodismo sin música”:

         La escuela artística que ha de dominar pronto, al reinar la máxima severidad de arte cultivará únicamente la novela en estados, un como melodismo sin música del sucederse los estados que trasuntan los capítulos, una como metáfora de lo que se sintió en cada tiempo de la novela.

         El futuro, un futuro continuo, es el tiempo de la prosa de este argentino casi inexistente. Su Novela, una estancia en las afueras de Buenos Aires,  puede ser muy bien el lugar en el que viven la literatura y los lectores occidentales es estas primeras décadas de este “salteado” siglo XXI. Macedonio, que a la muerte de su mujer saltó de casa en casa, de pensión en pensión, provisional y definitivo.




Macedonio Fernández (1995), un film de Ricardo Piglia y Andrés di Tella

Entradas populares de este blog

Un libro prescindible: las cartas que se escribieron John M. Coetzee y Paul Auster

  Paul Auster y J. M. Coetzee, Aquí y ahora. Cartas 2008 – 2011 , traducción de Benito Gómez y Javier Calvo, Anagrama & Mondadori, 2012.               La lectura de la correspondencia entre Coetzee y Auster, publicada el pasado año en español, es todo menos sorprendente. John es Coetzee a toda máquina, una máquina muy inteligente y humana, a la vez que, por escéptica y sombría, en ocasiones parece inhumana. Y Paul es Auster al cien por cien de sus glamurosos azares. Ya digo, poca cosa resulta reveladora. Es curioso que durante el intercambio epistolar, tanto Coetzee como Auster, se quejen de los posibles criterios que han guiado la edición de la correspondencia de Beckett, ya que sospechan que los herederos han querido delimitar demasiado lo personal de lo literario, eliminando, se supone, lo que puede aportar una correspondencia para el lector curioso. Lo interesante de las cartas cruzadas entre Coetzee y Auster entre 2008 y 2011 es

Novelistas de una novela. Martín Santos y Tiempo de silencio

(Artículo publicado en rumano en Lettre Internationale , nº 103, Bucarest, otoño de 2017) 1.  Novelistas de una novela La historia de la literatura tuvo primero autores de una sola obra, incluso autores anónimos de una sola obra. Más adelante tuvo obras perdidas, títulos vacíos como esa novela fantasma de Cervantes,  Las semanas del jardín  . Los filólogos se han dedicado siglos a reconstruir obras por sus huellas textuales. Eso fue así hasta el siglo XX. Nuestro tiempo es el del mercado, el de la superabundancia capitalista. A ese tiempo corresponde una filología evolucionada que podríamos denominar “filología de mercado”: agotada la ecdótica y la hermenéutica sobre las obras conocidas, esta filología dedica sus esfuerzos eruditos a sacar a la luz todo papel escrito por un autor, incluso aquellos que el autor consideró íntimos y secretos (las cartas de amor), de intendencia cotidiana (listas de la compra), o —y esto es lo más peligroso y obsceno—  los escritos que un

La Universidad del Desierto.

  En el año 2030 un grupo de actores, universitarios e inadaptados fundaron una universidad nómada que, durante algunos años, se movía por las abrasadoras y heladas arenas del Sahara. Sus aulas, móviles y elementales, acompañaban la vida de esos pueblos inocentes que no saben quedarse en un sitio porque no hay sitios, pueblos que no saben relacionar la infancia con un jardín o una playa.          Entre alumnos y profesores se establecía una relación eterna, pues nada empezaba o acababa para siempre. Todo retornaba y las enseñanzas eran circulares. Gentes que continuamente se separaban sin saber despedirse.          La Universidad del Desierto, metafórica y abstracta pero real, no pretendía construir personas para ganar el futuro, al contrario, su objetivo era preparar un nuevo pasado, una nueva memoria.          Allí ningún saber tecnológico tenía legitimidad, ninguna ciencia posterior a Newton, ninguna creación literaria o artística que se hubiera topado con el torbell