Viajar se ha convertido en un placer
obligatorio. Algo que está bien visto hacer cuando no se tiene nada que hacer.
Desde el momento en que acabó de dibujarse la carta geográfica del mundo y
comenzaron los procesos de colonización y explotación de las tierras
descubiertas, hasta nuestros días, en los que una imagen virtual del planeta azul
ha sustituido a los mapas, viajar dejó de ser una pasión para convertirse en
un incómodo placer. En resumidas
cuentas, y como todo el mundo sabe: el turista mató al viajero, como el video
mató a la estrella de la radio. Desde que Stendhal acuñara un estilo de moverse
por el mundo, el viajar por el viajar, y lo explicara en sus Mémoires d’un touriste (1838), los turistas se han ido convirtiendo, lenta
pero tenazmente, en una peste estética y una bendición económica. Al día de
hoy, en el pequeño pueblo del Illiers-Combray, existen cuatro establecimientos
en donde podemos adquirir las auténticas, las inimitables, magdalenas que compraba la
tía Léonie y que facilitaron el flujo novelístico de Marcel Proust.
En la Edad Media se viajaba para
convertir infieles o para buscar mercancías (modelo Marco Polo o Pedro Tafur).
En el Renacimiento se viajó buscando el mérito y la fama al servicio de un
proyecto imperial (Magallanes o Cabeza de Vaca). En la Ilustración, para
conocer al hombre y relativizar sus virtudes y defectos, se trata del tipo de
viaje educativo que Rousseau identificaba con los españoles en Émile ou de l’education (1762) (Je ne connais guère que les Espagnols qui
voyagent de cette manière... L’Espagnol étudie en silence le
gouvernement, les moeurs, la police et il est le seul... qui de retour chez lui
raportte de ce qu’il a vu quelque remarque utile à son pays).
En el Romanticismo se viaja a la búsqueda de lo pintoresco y de lo exótico. En
la Modernidad se viaja a la búsqueda, precisamente, de la Modernidad o huyendo,
precisamente, de la Modernidad. Pero en esta baja modernidad que hoy vivimos,
eterno principio de la era de Acuario, cuando hay supermercados en la selva
y McDonald’s en el desierto, cuando
podemos comprar “magdalenas de la tía Léonie” en las grandes superficies de una
multinacional francesa ¿para qué viajar? ¿por qué seguir diciendo que el sol
se pone o se levanta? O más precisamente ¿por qué sigue vivo el mito del viaje?
Seguramente porque el hombre de la era de Acuario, o el que espera a Acuario, siente
una fuerte nostalgia de las aventuras exteriores y de la experiencias que
precisan desplazamientos y cambios geográficos. Sentimos una nostalgia del
mundo exterior que supera a la
estetización de los universos interiores. A pesar de que, paradójicamente, una
escuela novelística, quizá la dominante, viva fascinada por la ausencia de
experiencia, por un yo paranoicamente autorreflexivo, confesional y masturbatorio. Mientras esto sucede en la
prosa, e incluso en el verso, de ficción, los libros de viajes premian cada vez
más su dimensión informativa, su naturaleza de guía turística. Por tanto, entre
turistas anda el juego.
La condición de turista es tan
definitoria de nuestro tiempo que a veces llego a pensar que los grandes
cambios del siglo XX nada tienen que ver con los momentos heroicos del
comunismo, las conquistas del feminismo, o las innovaciones tecnológicas. Creo
que las grandes aportaciones del siglo XX europeo a la historia de la especie
humana se derivan de algunas excrecencias de las democracias occidentales que
se manifiestan en desplazamientos humanos como el turismo de masas. Es decir, el viaje
organizado que siempre se sabe cuándo y cómo acaba; la maniática persecución
con cámara o videocámara de los momentos estelares; la imbécil sumisión a un
guía que siempre acaba dejando al mareado turista a las puertas de un comercio;
la necesidad de permanecer siempre en grupo, pues perderse sería una
ruina; la estúpida e infantil vestimenta
de aventureros urbanos...
Un turista es el espécimen que encarna de
forma más acabada los valores de nuestra época: la pequeña moral de viaje, el
pequeño tiempo fuera de la cotidianidad, la pequeña amistad, el pequeño amor.
Sus pequeños valores portátiles y fácilmente olvidables contaminan al resto de
las actividades humanas. Se puede ser turista en la política, en la familia y
en el trabajo. Se puede ser turista en el hospital, pero sobre todo se sueña
con ser turista del espacio y del tiempo infinito. Turistas de la muerte.
Debido al turismo viajar se ha convertido
en una actividad sospechosa, una dedicación banal y gratuita que no conduce a
nada y que nada aprovecha. Por esa razón rara vez soportamos el relato de un
viaje dentro de una conversación amistosa. Esperamos, cuando menos, que nuestro
interlocutor sea piadoso y conozca los límites entre el relato de viajes y el
tostón. Los límites vienen impuestos por el hecho de que un viaje en sí, sin
nada extraordinario, es decir, el viaje por el viaje, ha dejado de ser algo
interesante en el sistema de experiencias que construyen una personalidad. Ha
dejado, en definitiva, de ser una experiencia. Pocos después de viajar mucho
llegan a conclusiones tan sencillas y convincentes como las del Candide
de Voltaire quien, después de conocer mil y un lugares, de conocer infinidad de
personas curiosas y extravagantes, llega a la conclusión de que lo único que
verdaderamente se puede hacer en esta vida es estar alegre y tener paciencia.