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Una lectura de Valente (II): La caligrafía de Jesucristo







                                                     Antoni Tàpies, A T amb collage, 2010



        Hay una tradición poética que busca el insólito equilibrio entre la racionalidad crítica, que se articula en la palabra, y la revelación poética que se construye, al mismo tiempo, como palabra y como silencio. La revelación es un intelligere incomprehensibiliter, el «entender no entendiendo» propio de la experiencia mística. Desde esa triple dimensión del arte —racionalidad, revelación y expresión bajo forma de palabra o silencio— nace la continua reflexión de Valente sobre las posibilidades y los límites del lenguaje.

        Dentro de esa lógica es coherente la publicación en 1994, con su obra poética prácticamente cerrada a falta de Fragmentos de un libro futuro (2000) y algunas obras en prosa (Notas de un simulador, Elogio del calígrafo y La experiencia abisal), de su traducción del prólogo a El Evangelio según san Juan, «Kata Ioanen», a partir de la traducción al italiano del poeta Salvatore Quasimodo:



                             En el principio era la Palabra

                              y la Palabra estaba cerca de Dios

                              y Dios era la Palabra.

                              Ésta en el principio estaba

                              cerca del Dios.

                              Por medio de ella todo fue creado

                              y nada fue creado sin ella.

                              En ella estaba la vida

                               y la vida era la luz de los hombres.



      Este es el texto que fundamenta el carácter esencialmente verbal de nuestra civilización. El  Génesis de San Juan concluye con la alusión a la ley escrita dada a Moisés y por Moisés entregada a su pueblo en forma de incisiones en tablas de piedra. Dice el Evangelio de San Juan:



                                               La ley fue dada por Moisés,



y añade        



                                              la gracia y la verdad por Jesucristo.



         La palabra escrita fue otorgada a Moisés en forma de ley y en forma de gracia y verdad a Jesucristo, es decir, Jesucristo posee algo más que la palabra. Sólo en una ocasión leemos en los evangelios que Jesucristo escribió algo, más bien garabateó algo en la tierra, no sabemos qué signos o  qué palabras. Pero el gesto quiere decir algo. Lo hizo cuando los maestros de la ley y los fariseos llevaron ante su presencia a una mujer adúltera. Según la ley mosaica debería ser apedreada hasta la muerte, pero Jesús, siempre según el mismo Evangelio de San Juan, se inclina, garabatea algo en la arena y luego dice «quien esté libre de pecado que tire la primera piedra», y después vuelve a escribir algo en la tierra. Jesús escribe algo en la tierra, algo que será borrado por el viento y las pisadas, algo que nadie ve, o que nadie recuerda haber visto. Con ese gesto de calígrafo dice: lo importante es la palabra revelada, no la ley, y él es esa palabra, «la gracia y la verdad» de esa palabra revelada.

         Algunos de los pintores más admirados por Valente son maestros en el arte de dibujar en la tierra: los cráteres de Vicente Rojo o los trabajos en tierra de Tàpies remiten a sensaciones o emociones que, en principio, actúan o deberían actuar sin conceptos. Casos de escritura material: grafismos, caligrafías, pinturas, como ese bellísimo «Elogio del calígrafo» dedicado al padre del poeta, calígrafo y amante de los utensilios de escritura. En la sección «A propósito del vacío, la forma y la quietud» de Notas de un simulador hay un fragmento dedicado a esa condición residual y arenosa de la escritura:



La escritura es lo que queda en las arenas, húmedas, fulgurantes todavía, después de la retirada del mar. Resto, residuo. Ejercicio primordial de no existencia, de autoextinción.



      La vía abierta por este pensamiento sobre los residuos materiales de la palabra conduce a soluciones intuitivas e imaginativas sobre la extinción y el deslumbramiento de la poesía. No el deslumbramiento de la palabra que genera el mundo, sino el movimiento de la revelación que elimina la palabra y abre el espacio en blanco, el silencio, cuyo paisaje, si ha de concebirse un espacio adecuado al silencio, es el desierto, el no-lugar, el lugar de despersonalización. Una poesía "escrita en la arena", como el título de un poema de Hermann Hesse.


         Para Valente, como para Edmond Jabès  el desierto es el lugar de la apertura, donde se puede alcanzar un estado «de disponibilidad y de receptividad máximas». La ciudad es el lugar donde la experiencia colectiva se hace trama junto a la experiencia personal. Las ruinas, las reconstrucciones, las reformas, las modernizaciones, los ecos de otros habitantes, las continuidades: esos son los entramados urbanos para Valente, tal y como aparecen en la imagen Almería en Perspectivas de la ciudad celeste. Por el contrario el desierto, en la tradición del misticismo sufí, judío y cristiano, es un lugar de despersonalización. Para Jabès la experiencia del desierto es un paso hacia el reconocimiento de lo extranjero en sí y de lo extranjero que hay en nosotros y en la forma de expresarnos en nuestra lengua. «Al extranjero no le preguntes su lugar de nacimiento, sino su lugar de porvenir» o «El extranjero te permite ser tú mismo, al hacer de ti un extranjero» son algunos de los aforismos de Jabès[1]. El futuro el tiempo del extranjero, la poesía busca su futuro en la posibilidad de apertura y escucha, en la posibilidad de entrar en el desierto, y volver bajo una nueva forma a través de la traducción: la palabra proyectada hacia el futuro gracias a la traducción.

       Hacia mitad de los noventa Valente tradujo El extranjero de Albert  Camus, la novela del asesino fotosensible que se mueve en un espacio desolado fronterizo con el desierto donde el sol es un resplandor inquietante:



[…] el sol desbordante estremecía el paisaje y lo hacía inhumano y deprimente.

Cada vez que sentía su poderoso hálito en mi rostro apretaba los dientes, cerraba los puños en los bolsillos de mi pantalón y me tensaba por entero para triunfar del sol y de aquella ebriedad opaca con la que me invadía. A cada espada de luz surgida de la arena, de una concha blanqueada o de un trozo de vidrio, mis mandíbulas se crispaban.


        Jabès y Valente construyen una arquitectura imaginativa y reflexiva en la que el escritor es un extranjero cuyo espacio natural es el no lugar, el no asentamiento, el no arraigo, la vida nómada entre el desierto y las palabras que busca un futuro a través de cada nueva lectura y cada nueva traducción. La dialéctica entre morada y desierto, entre comodidad e incomodidad es la marca de los libros de estos dos nómadas literarios de la segunda mitad del siglo XX.


[1] Edmond Jabès, Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, traducción de Cristina González de Uriarte y Maryse Privat, epílogo de José Ángel Valente, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2002.


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