Diego Rivera, Fondos congelados, 1931
Oasis
La palabra oasis apareció en mi
cerebro como una maniobra de aterrizaje de emergencia. Oasis era casi todo lo
que había sucedido la noche anterior: el mezcal, las escaleras, un ombligo.
Oasis era la dosis necesaria de pulsión para no convertirse en materia
comatosa, el disolvente para ir licuándose en cada perspectiva de la ficción.
Un Oasis con dátiles y suaves dunas, brisas y caracolas, agua y miel. Un oasis
frente de la pantalla ámbar en la madrugada.
Hace tres años que vivo fuera del
mundo y empiezo a confirmar todas las intuiciones de Katia sobre el
aislamiento: los sonidos eslavos son sueños de San Cirilo y San Metodio, un
alfabeto para abandonar Occidente. El recuerdo de Europa adelgaza al mismo
ritmo que yo engordo. Europa se desvanece mientras que otros frutos de mi
huerto crecen nutridos de aire y agua. Asia será cósmica, recuérdalo. México
será Europa. No es fácil que entiendas el cómo y el por qué de mi desaparición.
Da igual, nada tiene sentido, nada lo tendrá jamás. Mi única decisión sensata
ha sido no dejar ningún malentendido en este mundo.