(Publicado en la revista Sud de Nápoles, nº 80 de 2016)
1. Algunas
movidas
Madrid me mata. Así se
llamaba uno de los fanzines del Madrid de mitad de los ochenta. En Madrid se
había matado mucho, era la “ciudad de más de un millón de cadáveres” de la que
hablaba el triste y entomológico Dámaso Alonso, amigo de García Lorca, en uno
de los libros de poemas más importantes de la posguerra, Hijos de la ira (1944). Madrid había sido la ciudad de Franco, de
su guardia mora, de las tertulias vigiladas y de las conspiraciones. Madrid era la ciudad donde durante 24 horas,
desde las ocho de la mañana del día 22 de noviembre de 1975 hasta la misma hora
de día siguiente, medio millón de personas pasaron ante la “capilla ardiente”
del dictador instalada en el Palacio de Oriente. Ahora, a mitad de los ochenta,
Madrid mataba de otra manera: con su mezcla de noche, alcohol, drogas y música.
Vomitar en Madrid, o en provincias a la
vuelta, era una forma de energía. Muchos pueden haber sido los ideólogos de lo
que se llamó “movida madrileña” pero quien la legitimó intelectualmente fue el
alcalde de Madrid de 1979 a 1986: Enrique Tierno Galván, llamado “el viejo
profesor”, catedrático exiliado de Derecho Político en Princeton, traductor de
Ludwig Wittgenstein y Edmund Burke, muy interesado en los movimientos de masas
y la revolución francesa. Es proverbial su invitación al “rollo” durante un
festival de rock celebrado en el Palacio de los deportes de Madrid en 1984:
“¡Rockeros! –dijo- ¡Quien no esté colocado que se coloque y al loro!”.¿Cómo no
lo íbamos a querer? Aquel exiliado muy serio y calmado, con algo de joroba como
Andreotti, que se fotografiaba junto a actrices con los pechos al aire. Madrid,
amigos, era una fiesta. Luego vendrían las resacas y las cuentas pendientes.
Entretanto era un infierno muy divertido. Por la mañana ETA cometía una masacre
en el centro. Por la tarde noche se preparaban las reuniones en antros y
locales, se hacía acopio de alcohol y drogas,
con un fondo de música muy variado: Chica
de ayer de Nacha Pop, Escuela de
calor de Radio Futura, Me gusta ser
una zorra de Las Vulpes, o Quiero ser
tu perro de Parálisis permanente.
Desde
1984, ya durante el primer gobierno socialista,
hasta el 2000, comienzo de la segunda legislatura de Aznar, España, que
siempre había vivido un poco ensimismada, era un país con una autoestima alta y
enamorado de sí mismo. Esto era algo insólito: nos gustábamos. La izquierda, la
derecha y los nacionalismos (vasco y catalán, más el vasco entonces que el
catalán) escenificaban la discordia pero había un “consenso” de fondo. Creo que
no había ocurrido nunca, o sí, en ese mundo que describe Américo Castro en Al-Ándalus.
La
verdad es que la cultura española de esa década es muy rica. Sobre todo su
cine. Arrebato (1979), del maldito
Iván Zulueta es una película muy ochentera a la vez que universal: la fascinación
por las imágenes, la adicción a las representaciones. Antes, un año después de
la muerte del dictador, se había estrenado El
desencanto (1976), dirigida por Jaime Chávarri , un documental que contaba
la decadencia y los trastornos de la excéntrica familia de uno de los
intelectuales del régimen: Leopoldo Panero, un gran poeta místico. Uno de sus
hijos, muy trastornado pero muy genial, Leopoldo María Panero, estaba llamado a
ser uno de los poetas centrales de la contracultura a partir de Así se fundó Carnaby Street (1970),
libro de poemas amado por mujeres, niños, andróginos y exquisitos. Luego
vendría la vulgaridad glamorosa de Almodóvar. La escena de Pepi, Luci y Bom (1980) en la que Bom se mea en la cara de Luci, la
sadomasoquista, mientras suena una marcha procesional de Semana Santa, tiene
muchas resonancias surrealistas pasadas por un pueblo de La Mancha.
Renglón
aparte merecen las dos películas de Víctor Erice El espíritu de la colmena (1973) y El Sur (1983). Quizá sea Erice lo más valioso de esos años, el
verdadero clásico español de los ochenta que nos ofreció un lenguaje para
tratar el silencio, para transformar lo tachado, lo oculto, en lenguaje de una
altísima calidad.
2. El pasado
Pues os contaré cómo
ocurrió. Una tarde entre semana, tendría yo unos trece o catorce años,
curioseaba en la biblioteca de casa. Era algo que hacía con frecuencia y que
respondía a un interminable proyecto de ordenar los libros paternos según mis
intereses de cada momento. Me pasaba horas para recolocar tres o cuatro libros.
Con el pretexto de la clasificación me detenía en la caligrafía de algunos
manuscritos, en la trama de una colección de cartas, en noticias de diarios y
revistas de la posguerra, los libros dedicados… Por supuesto que esas sesiones
estaban dedicadas a la lectura azarosa, a ojear páginas y páginas de las
decenas de libros que pasaban por mis manos y me las dejaban polvorientas y
resecas. También leía libros enteros, tratados, biografías, poemarios. Creo que
eso explica mi conocimiento de muchas cosas absurdas o inútiles que sólo me
servirían para ser un buen concursante de “Saber y Ganar”. En el fondo se
trataba de una búsqueda, de un rastreo de huellas que explicaran la extraña
sensación que me provocaba mi entorno. Tenía la sensación de que algo estaba
oculto y creía que si lo descubría estaría más cerca de mí mismo. En aquel
tiempo, como es lógico, todavía creía en mí mismo. La estructura de la vida
colectiva del franquismo me había convertido en un adolescente más bien de
izquierdas, sin anclaje en su realidad familiar pero libre de la culpa
colectiva gracias a la leyenda liberal en la que, supuestamente, se enmarcaba
mi tradición familiar. Algo muy propio entre la derecha de la Transición. De
forma inconsciente, es decir, de forma adolescente, buscaba algo que explicara
por qué me sentía un traidor, por qué nadie de mi entorno podía mantener
conmigo una conversación sincera, sin retórica, sin buenas intenciones, sin
leyendas, sin necesidad de manifestar a cada paso nuestra lealtad a la memoria,
al relato de la memoria.
Toda la vida intelectual y pública de mi abuelo, primer alcalde franquista de
su ciudad en el año 1938, año complicado sin duda, estaba ordenada en varios
estantes de la biblioteca. Entre los libros encontré un pequeño folleto que
incluía varios discursos, uno de ellos dirigido a militares. Nunca antes había
reparado en él. Era la prueba a la vista de todo el mundo: la carta robada. Leí
y mientras leía noté que se me aceleraba el corazón y las manos me temblaban.
Leía sin retener, como si me hubiera sobrevenido un ataque de memoria de pez. Tenía
que releer para verificar que lo que estaba leyendo era efectivamente lo que
estaba escrito. Mi abuelo era un mito familiar: todos, sin excepción, no sólo
recordaban con cariño su persona sino que veneraban su recuerdo como la de un
santo civil, un hombre bueno y elegante, un ser refinado y distinguido, flor
extraña en un entorno de barbarie. Por haber llegado al mundo después de su
muerte yo quedaba excluido del recuerdo vivido y la veneración ciega. En ese
momento leía un discurso en la que mi abuelo hablaba de la “pureza de la sangre”,
de la “santidad de la sangre derramada”, de “la limpieza del Estado cuando se
elimina la sangre corrompida”. De aquellas páginas, en la soledad de la
biblioteca de casa, había surgido una esfera de vergüenza que iba creciendo
hasta envolver todo mi cuerpo. Oía murmullos, oía multitudes vitoreando, oía
gritos y figuras muy serias mandando callar y, una y otra vez, las frases
repetidas hasta perder el sentido: pureza de sangre, limpieza del Estado, sangre
derramada. Figuraos. En todo ese caótico fresco histórico aparecía él, triste y
solemne, mirándome a los ojos y asintiendo con la cabeza, pronunciando una
frase sin sonido, o al menos yo no lograba entender lo que decía, sólo percibía
el movimiento de sus labios, el movimiento a cámara lenta de sus labios.
Había entrado en la
cueva oscura de lo oculto. Alguien, más bien todos, habían tapiado aquel
pasillo hacia la vergüenza y ahora, al penetrar en él, se había producido en mi
un efecto mágico en forma de una esfera púrpura que rodeaba todo mi
cuerpo. Cualquiera con capacidades sinestésicas que me hubiera visto en aquel
momento, de pie, delante del estante de los libros de mi abuelo, me habría visto
envuelto por esa esfera púrpura mirando hacia el frente e intentando descifrar
lo que los labios de mi abuelo intentaban transmitirme. Una experiencia en los
límites de la realidad.
3. El día de la marmota
El día de la marmota, eso parece la historia de
España vista desde el siglo XXI. Empezó el siglo XX con Cataluña queriendo
divorciarse y creando frentes de derechas e izquierdas. Luego nos matamos vivos
para volver a querernos en los ochenta. Y ahora, en 2015, volver a empezar. Por
que la Transición fue una gran maniobra política conducida por dos pícaros: el
rey Juan Carlos y Adolfo Suárez. Así la
dibuja Gregorio Morán en un libro que se acaba de reeditar, El precio de la Transición (1991 y
2015). A esos pícaros les siguieron otros que modernizaron el país: Felipe
González y el “molt honorable” presidente de la Generalitat de Catalunya entre
1980 y 2003 Jordi Pujol, hoy imputado junto a su mujer y siete hijos en un caso
de increíble y descarada corrupción institucional.
Para mis amigos, y coetáneos, hay
una novela que ha proporcionado diversas epifanías históricas. Una novela en
que la lengua hecha fuego de tanto relacionar hechos, interpretaciones,
fantasmas, imágenes y recuerdos. Es Anatomía
de un instante (2009) de Javier Cercas. Un título
que me evoca una rara y dolorosa novela del mexicano Salvador Elizondo, Farabeuf o la crónica de un instante (1965).
“Crónica” sería un sustantivo perfectamente aplicable a la novela de Cercas, y
“anatomía” también encajaría, quizá de forma demasiado explícita, en la de
Elizondo. Ambas parten de una imagen, una foto fija. Farabeuf de una fotografía de un suplicio chino, el Lang Tch’e o muerte de los cien pedazos,
una tortura “fascinante” que despierta un deseo morboso, sádico y masoquista,
en dos amantes. Anatomía de un instante
parte de una secuencia extraída de una retransmisión de TVE en 1981, y de la
foto fija resultante: cuando los guardias civiles que han entrado al Congreso
de los Diputado comienzan a disparar al aire sus metralletas y pistolas, tras
el grito de “¡Al suelo todo el mundo!”, pronunciado por el teniente coronel
Tejero, Adolfo Suárez, presidente del gobierno, Santiago Carrillo, secretario
general del Partido Comunista, y el general Gutiérrez Mellado, ministro de
defensa, son los únicos que no se esconden tras debajo de los escaños. Para un español de mi generación es un
instante preñado de significados históricos, políticos, psicológicos… pero que
también puede no tener ningún sentido. Incluso, como mantiene Cercas, es un
instante que los españoles a veces recuerdan como una ficción, un novela. De
hecho una estrella de la televisión durante la crisis, Jordi Évole, sorprendió
a los espectadores de La sexta la noche del 23 de febrero de 2014, 33 años después
del intento de golpe de estado, con un falso documental titulado Operación Palace. Muchos espectadores
creyeron esa noche que el intento de golpe de estado había sido una mascarada,
organizada por todos los poderes fácticos, desde el rey hasta Santiago
Carrillo, para salvar la democracia de un verdadero golpe de estado.
Pues bien, tanto Elizondo como
Cercas hablan del “instante” como algo hipnótico. Para Elizondo y para Cercas
el principio de esa concepción del instante está en Borges, en esos momentos
culminantes de Borges que desembocan en una comprensión abismada. Para Borges,
según recuerda el propio Cercas en Anatomía
de un instante, “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta
en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre
quién es”.. No puedo resistirme a copiar una frase más, una que explica
bastante bien cómo pasiones históricas y físicas pueden tener un mismo
andamiaje estético: “como si efectivamente bastara saber mirar para ver en ese
instante eterno la cifra exacta del 23 de febrero, o como si misteriosamente,
en ese instante eterno, no sólo Suárez sino todo el país hubiera sabido para
siempre quién era.” La imagen, también, de un suplicio fascinante y
sadomasoquista.