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Equidistancia u honor



                                    Tres personas mirando la obra de Antoni Tàpies L'esperit català (1971)




Equidistancia u honor. Sobre los soberanismos en España


La historia es un saber vertiginoso hacia el pasado. Cuando alguien intenta entender el presente a partir de los hechos del pasado, es decir, cuando se pone a estudiar o a leer Historia, arriesga su capacidad intelectual igual que se arriesga el cuerpo en el mar un día de intensa resaca. Todo empieza a ser pasado, todo empieza a ser alta mar. El presente, la actualidad, pierde sustancia trágica y todo queda más claro. Pero, también, aumenta la complejidad.  Los sucesos que tuvieron lugar en Cataluña desde septiembre del año 2017, pasando por el referéndum ilegal del 1 de octubre, hasta el juicio oral que se está celebrando en los primeros meses de 2019, se han presentado, me temo, simplificados y vaciados de sustancia histórica, pero exultantes de simbología y sentimiento. Para un observador extranjero, las imágenes de las cargas policiales para impedir la votación del 1 de octubre definen toda la situación: un estado opresor que impide votar libremente a sus ciudadanos. Sin embargo la Historia es más compleja, también más clara y menos emotiva.
Habría que remontarse a la conformación del estado español con la unión de las coronas de Castilla y de Aragón (1479). O la política territorial de los Austrias, basada en el respeto de las instituciones y regímenes fiscales de cada uno de los reinos que se unieron con las dos coronas. Y, sobre todo, habría que recordar que Cataluña, junto a otros territorios, se puso del bando del archiduque Carlos de Habsburgo en la guerra de secesión española (1701-1713), hecho que llevó al a la postre vencedor en esa disputa por la corona española, el borbón Felipe de Anjou, a desconfiar de aquellos territorios que no lo habían respaldado y promulgar los Decretos de Nueva Planta que, entre 1709 y 1716, anulaban todas las instituciones y particularidades fiscales de los reinos de Valencia, Aragón, Mallorca y del principado de Cataluña: todos los que habían apoyado a su opositor. Felipe V, hijo de Luis XIV de Francia, venía bien aleccionado, a la francesa, con una idea muy clara sobre lo que debería ser un estado centralista. Como digo, en este asunto, el pasado puede devorarnos: los movimientos anarquistas catalanes a principios de siglo XX (motivo del libro de Orwell Homage to Catalonia), la proclamación del Estado Catalán durante la Segunda República (1934), el centralismo franquista de casi cuatro décadas. Los motivos para la independencia pueden ser muchos y de peso, pero es un hecho igualmente que Cataluña ha participado desde el primer momento en la conformación del estado español, tanto o más que Murcia, Granada o Navarra.
         Entre los ideólogos del «procés», que es el nombre con el conocemos la hoja de ruta de un conjunto de partidos catalanes hacia la declaración de Independencia de la República Catalana, podemos encontrar desde formaciones anticapitalistas y revolucionarias hasta representantes de la más alta y rica burguesía catalana. Por encima de cualquier diferencia ideológica, de sus diversas y opuestas maneras de entender una república, se ha impuesto el sentimiento, un Volkgeist, en el que toda solución a cualquier conflicto social, económico o político pasaba por la separación de estado español. El estado español que confirmó su caricatura catalanista en las cargas policiales. España había sufrido fuertes recortes económicos como consecuencia de la crisis del 2008, con un rescate bancario de más de 40.000 millones de euros can cargo a las arcas de los contribuyentes, contexto en el que se había producido uno de los más importantes movimientos ciudadanos del mundo occidental a principios del siglo XXI y que dio origen a eso que se llamó «nueva política»: la toma de la Puerta del Sol en Madrid por el llamado movimiento del 15M (15 de mayo) o de los «indignados». Los indignados también acamparon en la Plaza de Catalunya barcelonesa y fueron desalojados con cargas de los Mossos d’Esquadra, la misma policía autonómica dependiente de la Generalitat (el gobierno de Cataluña) que favoreció, según se está demostrando, la celebración de referéndum de 2017. Pero, sobre todo, la desafección con España, de catalanes y de muchos otros españoles, procedía de las actuaciones de un gobierno débil y sin autoridad moral, el del Partido Popular de Mariano Rajoy, lastrado por casos de corrupción, con los que nos desayunábamos un día sí y otro también, a cual más escandaloso y atrincherado en una pasiva pero paranoica interpretación de la realidad. Para completar la tormenta perfecta, la más importante institución del estado, la monarquía empezaba a hacer aguas: primero un yerno del rey implicado en un importante caso de corrupción (hoy en la cárcel); luego el rey Juan Carlos I se rompe una cadera cazando elefantes en Botsuana junto a su «amiga especial», la empresaria alemana Corinna zu Sayn-Wittgenstein con la que compartía negocios y otras diversiones; finalmente, la abdicación de Juan Carlos en 2014 y el acceso a la jefatura del estado de su hijo Felipe VI.
         Y luego, claro, está la larga sombra de Franco encarnada en la inmensa cruz de ese monumento kitsch a las dos Españas que es el Valle de los Caídos, en el norte de Madrid; muy cerca de El Escorial, el sólido e impresionante edificio emblema del Imperio español ideado por Felipe II. Franco murió en 1975, pero parece que nunca murió del todo. Las colas que visitaron su féretro aquel frío noviembre del 75 fueron interminables durante días. Esa fue la manifestación popular a su muerte: las colas para ver su cadáver. No hubo alegría, el miedo estaba instalado. 
         En fin, parecía que vivíamos un final de ciclo, un finis Hispaniae, algo así como el acabamiento de un periodo histórico que se inició con el final de la dictadura franquista. Parecía que todo lo que salió de la Transición había entrado en decadencia, sobre todo la Constitución Española aprobada en referéndum en 1978 (es decir, votada por muchos que ya habían muerto). De modo que otro referéndum, esta vez para que votaran solo los catalanes, y que quedaba fuera de la ley constitucional, se podía presentar como deseable y oportuno, pues, según sus promotores, la democracia estaba por encima de la ley.
         Inevitablemente este raptuspopular y político ha generado toneladas de literatura, tanto de ficción como ensayística. Algún crítico ha hablado en sus reseñas del «género literario del procés». No tiene, sin duda, una entidad genérica, pero sí que es el «tema» por excelencia. Durante los meses más calientes del asunto, cuando nos reuníamos amigos siempre alguien terciaba: «¿Hablamos ya del “tema” o lo dejamos para más tarde?» Era el «tema» por excelencia, un pretexto para exhibir el ingenio, la erudición, la pasión, el sentimiento, la lágrima y, sobre todo, no lo olvidemos, también para la risa. Porque si hay un género que en el que encauzar con justicia todo este lío temático es la farsa, una farsa con grandes momentos de comicidad en la que podrían caber Totò, Louis de Funes y todos los grandes gesticuladores. Espero que no se me entienda mal, pues las sensibilidades y suspicacias respecto a este tema son tales que cualquier cosa puede provocar una gesticulación excesiva. Digo que la cosa, a pesar de su complejidad, tiene un  sesgo cómico muy notable, incluso deseable, y quien no lo aprecie difícilmente podrá imaginar soluciones sensatas. Que el presidente Puigdemont declarara la República Catalana en la tarde el 11 de octubre de 2017 en el Parlamento catalán y que, pocos segundos después, tras el aplauso de las bancadas independentistas, propusiera al mismo parlamento suspenderla «para que en las próximas semanas emprendamos un diálogo» fue primero sorprendente y, con el paso de las horas, cómico. Que después de la votación del 27 de octubre, en la que se votó dicha declaración de independencia, siguiera ondeando la bandera española en el edificio de la Generalitat y que tres días después Puigdemont apareciera paseando por Bruselas solo puede representarse como comedia de enredo. Que Mariano Rajoy, ya de por sí cómico con sus líos lingüísticos y trabalenguas no intencionados, pidiera por carta a Puigdemont que le aclarara si aquello había sido en efecto una declaración de independencia raya en el género de la comedia nacional que se vino a llamar «españolada»: algo así como «Tenga a bien decirme si lo que ha dicho es lo que ha dicho, o no ha querido decir lo que ha dicho, habiendo dicho lo que ha dicho». Había de todo: astucia, cinismo, gesticulación, torpeza, descuido y resbalones con una cáscara de plátano. Había hasta un crucero, atracado en el puerto de Barcelona, donde dormían buena parte de los efectivos de la Policía Nacional desplazados a Cataluña durante los días del referéndum: un crucero temático que el estado español había alquilado y que lucía un inmenso Piolín en uno de sus costados junto con otros personajes de Looney Tunes.
         No menos cierto es que mucha gente lo pasó mal esos días, muy mal, sobre todo en Cataluña: familias en conflicto, amistades arruinadas, suspicacias, paranoias. Tampoco quiero herir la sensibilidad de aquellos que llaman «presos políticos» a quienes actuaron por encima de la ley en nombre de la democracia. Seguro que pueden estar llenos de buenas intenciones, pero tanto las buenas intenciones como la democracia, es mi opinión, deben estar controladas por la ley. Y no al revés. El revés se llama de otra manera, pero no democracia.
         España empezó el siglo XX tras un XIX en el que, además de vivir en una latente guerra civil entre liberales y conservadores (las Guerras Carlistas), se habían perdido las últimas posesiones del Imperio español de ultramar (Cuba, Puerto Rico y Filipinas). Fue un momento que generó un torrente literario sobre el «tema de España». Novelas, poemas y ensayos que intentaban explicar la identidad española, su realidad histórica y su decadencia moral y económica en el cambio de siglo. Miguel de Unamuno es el autor de algunas de las páginas más representativas de esa actitud (por ejemplo en En torno al casticismo, 1895, o en El sentimiento trágico de la vida en los hombre y en los pueblos, 1912). Unamuno regañaba y disculpaba a la vez a los españoles en la encrucijada de un mundo moderno que les resultaba distante y distinto. Una década antes un poeta catalán, Joan Maragall, escribió un «Oda a Espanya» en la que denunciaba la incapacidad del estado español para modernizarse y abandonar sus crueles sueños imperiales. Podríamos mencionar decenas de títulos relevantes sobre le tema de España publicados en las primeras décadas del siglo XX, pero sin duda el imprescindible es el de José Ortega y Gasset España invertebrada, publicado en 1921. Es un texto cuya lectura actual es, cuando menos, polémica y nostálgica. Ortega es un elitista, de eso no hay duda, que solo concibe el gobierno de los mejores y más preparados. Su concepción de la democracia conlleva una aristocracia del mérito. Cuando habla de una España invertebrada se refiere a dos hechos: el separatismo y la lucha de clases. La invertebración es producto, para el filósofo español, de la ausencia de un proyecto social común ilusionante para catalanes, vascos y castellanos juntos; para obreros, políticos y empresarios juntos. La solución para Ortega es el deseo de hacer cosas juntos y, como era de su gusto, utiliza metáforas para explicarlo: el matrimonio funciona si ambas partes comparten un proyecto y gustan de hacer cosas en común. España, según su análisis, estaba al borde del divorcio.
Algo semejante a lo que ocurrió a principios del siglo con el «tema de España», y que definió la que en la historia de la literatura española llamamos Generación del 98 (por el año en el que España perdió la guerra con los EE. UU. — primera guerra norteamericana fuera de su territorio— perdiendo, por tanto, sus últimas provincias de ultramar) a la que pertenecen autores como Unamuno o Antonio Machado Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos Españas /ha de helarte el corazón», Campos de Castilla, 1912), ocurre en esta segunda década del siglo XXI, con más intensidad si cabe, desde un único género: el ensayo dedicado a explicar los problemas de identidad del estado español, el primer estado moderno de Europa. El primero que inició un proceso de occidentalización que desde hace décadas denominamos globalización o mundialización, tanto desde en su dimensión económica como cultural, ideológica y militar. Antes mencioné lo que algún crítico ha llamado el «género del procés» (Jordi Gracia, «El procés como género editorial», El país, 28.09.2018). El filósofo materialista, pero con orígenes en el nacionalcatolicismo (algunos pueden considerarlo una surte de criptomarxista) Gustavo Bueno, muy reivindicado por la derecha española y siempre provocador en sus intervenciones, habló del «género España» como forma de ensayo filosófico de larga tradición. Dedicó varias de sus obras a ese género, la última y más importante es una reivindicación del papel civilizador del imperio español desde el «ateísmo católico» y el «materialismo filosófico» (España no es un mito: Claves para una defensa razonada, 2005). Sus reflexiones parten del análisis de los conceptos de «nación» y «nacionalidad», introducidas cautelosamente —con miedo más bien— en la Constitución de 1978 para distinguir entre una unidad superior, el estado español, y los territorios autónomos, las nacionalidades. 
El miedo es el argumento de otro ensayo bastante polémico de Gregorio Morán, El precio de la transición (publicado en 1991 y reeditado, con mayor repercusión, en 2015). Para Morán las decisiones y pactos políticos de la transición, que optaron por la reforma y no por la ruptura con el franquismo, están determinados por el miedo general, desde la derecha y la izquierda, a un nuevo enfrentamiento civil. La existencia en la actualidad de 17 territorios autónomos en el estado español sería una de las consecuencias de ese miedo y el imperativo de buscar la paz a cualquier precio. 
El miedo cristalizó en la intentona de golpe de estado de 1981. La escena de un militar asaltando el congreso con un pistola en la mano es el instante que el novelista Javier Cercas eligió para estudiar hasta la médula en Anatomía de un instante (2009), la novela que para muchos miembros de mi generación ha valido igual o más que todo lo que hemos leído o visto sobre ese periodo de nuestra juventud que se llamó Transición y que para Cercas fue una operación política confusa y picaresca, pero satisfactoria para la clase media española de la época. 
La visión más ponderada y documentada se puede encontrar en la obra del historiador Santos Juliá, Transición. Una política española (1937-2017)(2017).  Comentario aparte merecería uno de los libros de mayor éxito en eso que podríamos llamar el ensayo sobre España, se trata de La España vacía. Viaje por un país que nunca fue (2016) de Sergio del Molino. Es cierto que quien viaja por España en coche o tren percibirá las grandes extensiones de terreno despoblado. Si el viajero curioso se adentra en pueblos del interior de la península, no será raro encontrarse con poblaciones que apenas tienen habitantes o, directamente, pueblos fantasma. La tesis de del Molino es que la invertebración de España radica en la incomunicación entre los grandes núcleos de población y esos territorios casi deshabitados, un problema que no puede dejar de evocarnos los paseos de Unamuno o Machado por los territorios de El Quijote. 
En estos libros que he mencionado hasta ahora el asunto territorial, la naciones o nacionalidades de España, las luchas identitarias dentro del estado español, son un argumento recurrente y no menor. Pero vayamos ahora a la más inmediata actualidad. Si la transición estuvo marcada por la actividad de la organización terrorista ETA en su lucha por la independencia de Euskadi frente a un estado «invasor y totalitario», pero democrático, como era la España de los años 80, el segundo decenio del siglo XXI está marcado, en lo que la cuestión territorial se refiere, por la desaparición del escenario de las reivindicaciones vascas y la irrupción del soberanismo catalán con otra estrategia: la no violencia, incluso mirándose en el espejo de Gandhi, o el modelo de Quebec o Escocia con el consecuente choque frente al ordenamiento de la Constitución Española. Este «tema» o «género» ha generado tal cantidad de ensayos, de crónicas, de panfletos, de literatura sin fin, que resulta muy difícil hacer una selección. Seleccionaré tan solo algunos de ellos, tanto en castellano como en catalán, como ejemplos de maneras diversas de enfocar ensayísticamente el conflicto. El libro de Jordi Amat, La conjura de los irresponsables (2017), es quizás la mejor y más lúcida interpretación de lo que abocó a la mayor crisis institucional en el estado español desde la Transición. El título lo dice todo: actuaciones alegremente irresponsables que aprovecharon el apoyo de una emocionalidad populista para abocar a una situación sin salida. Por su parte Joan Coscubiela, portavoz de la marca de Podemos en Cataluña (Catalunya Sí que es Pot) en las sesiones que llevaron a la declaración de independencia, defiende en Empantanados. Una alternativa federal al soviet carlista (2018) una formula federal dentro de Europa y, por tanto, una reforma de la Constitución que defina el estado español como estado federal. Eduardo Mendoza, célebre novelista barcelonés, es el autor de Qué está pasando en Cataluña (2017), un intento de explicación a la vez que un tratado de lugares comunes, ignorancias y falsedades que han contribuido a crear un ambiente irreal y peligroso. Desde una posición opuesta Ramón Cotarelo(España quedó atrás, 2018) cree que España es un estado fallido sin posibilidad de reforma: «El Estado español —afirma— es irreformable. Por su peculiar desarrollo histórico ha acabado siendo incapaz de evolución o cambio y, por tanto, de reforma alguna». La épica la encontramos en la idealización del «procés», como movimiento pacífico, popular y genuinamente democrático, en el libro con ecos orwellianos de Vicent Partal Nou homenatge a Catalunya (2018). Por último me parece oportuno señalar una visión desde el exterior, la del corresponsal de The New York Times Raphael Minder, The Struggle for Catalonia. Rebel Politics in Spain (2018) cuyo análisis quizá está demasiado pegado al presente y al torbellino de la información inmediata a la hora de explicar un conflicto que tiene orígenes muy diversos y lejanos en el tiempo. Muy interesante me parece una interpretación de los hechos como definitorios de las estrategias electoralistas en la política del siglo XXI, se trata del libro de Daniel Gascón El golpe postmoderno. 15 lecciones para el futuro de la democracia (2018).
Tampoco puedo dejar de mencionar la delirante, pero muy veraz, interpretación del actor y payaso catalán Albert Boadella. En ¡Viva Tabarnia! (2018) reivindica la independencia para un territorio inventado por él y unos cuantos amigos. O la no menos divertida crónica de esos días de Gullem Martínez, 57 días en Piolín. Procesando el Procés. La cosa, el caso, el trile (2018).
         En fin, este episodio ha dejado heridas en todos. En uno y otro lado de los dos nacionalismos, tanto el españolista con una bandera que no deja de tener resonancias franquistas, como el catalanista con su bandera estelada y su desprecio hacia lo español. No era posible la equidistancia: «o con nosotros o contra nosotros» era la simplificación de moda. Era una cuestión de honor y lealtad. Se hablaba de «pueblo catalán» o de «pueblo español» como si fueran sujetos históricos, como si una sola voz uniera a millones de personas. El individuo quedaba al margen. La duda quedaba al margen. Los padres con niños pequeños que se despertaban con el ruido de las caceroladas nocturnas no contaban. Las barbaridades que el resto de españoles podían decir de los catalanes se perdonaban. Solo contaba un heroísmo gesticulante. La sensatez era cobardía y no tomar partido era de cínicos. Cuando en realidad los únicos cínicos e irresponsables habían sido un buen número de políticos. Una vez más el fuste torcido de la humanidad imponía la agenda histórica.

P. S. : Un barcelonés, Estanislao Figueras y Moragas, fue el primer presidente de la primera República española en 1873. Estuvo en el cargo cuatro meses. Harto de las disputas territoriales, la dificultad que encontraba para articular el federalismo, las intentonas de golpe de estado, las reiteradas declaración de independencia del Estado Catalán y otros cantones del estado y los laberintos sociales que planteaba la reforma agraria, el 11 de junio de 1873 presentó su dimisión ante el Consejo de Ministros y parece ser que se despidió con estas palabras: «Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!». Al día siguiente se marchó a Francia. Lo sustituyó como Presidente de la República Francisco Pi y Margall, un prestigioso abogado e historiador barcelonés. Esa Primera República no llegó a durar un año.


         


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