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Ut pictura poesis. El nervio óptico de María Gainza como pre y postexto



                                                 Augusto Schiavoni, Autoretrato, 1915.




Ut pictura poesisEl nervio óptico de María Gainza como pre y postexto.*

La tradición de la écfrasis se pierde en los orígenes de la memoria artística de la humanidad. Es posible que las pinturas primitivas no fueran sino pretextos visuales de rituales o narraciones que tenían por objeto unir a la comunidad reunida en la cueva. Una de las consideradas primeras novelas modernas —a pesar de que el nombre «novela» combine mal con la idea de «Antigüedad»—, se inicia cuando su autor, de caza por la isla de Lesbos, se interna en una cueva consagrada a las Ninfas en cuyas paredes encuentra hermosas pinturas que cuentan una historia de amor. Es la historia de Dafnis y Cloe. El cazador, Longo, decide convertir en palabras y relato aquellas pinturas y ofrecer su obra al Amor, las Ninfas y al dios Pan. 
El nervio óptico puede ser una de los mejores ejemplos contemporáneos de esa tradición que se condensa en la locución horaciana: ut pictura poesis, como la pintura, así es la poesía. Incluso le viene bien al libro de Gainza la locución original latina, ya que poesises algo más que poesía: es creación o producción, algo que surge de donde no hay, la forma que surge de otra cosa. El nervio óptico es eso: un libro que procede de la contemplación de algunos cuadros y de la agudeza crítica e interpretativa que la autora, María Gainza, ha ido aquilatando durante los años dedicados a la crítica de arte, museos y exposiciones en revistas como ArtNewsArtforumRadarPágina/12 o sus crónicas como corresponsal de The New York Times en Buenos Aires. Se trata de todo menos de una novela. Responde, eso sí, a la voluntad de hibridación de los géneros narrativos del siglo XXI. Puede ser, incluso, un libro poético, pero no una novela. 
No, creo que se pueda presentar El nervio óptico como una novela, aunque así se haya publicado tanto en su primera edición en la editorial argentina Mansalva (2014) como en su reciente edición española en la canónica colección «Narrativas hispánicas» de la editorial Anagrama (2017), y como novela parece que se ha traducido a unas 15 lenguas. Pero novela… no es. Puede ser autoficción, ensayo, crónica… En realidad es un texto, un texto en su sentido etimológico, un tejido o patchwork  en el que la autora combina tres elementos en 11 capítulos: escenas de su vida, écfrasis de cuadros amenizadas con anécdotas biográficas de sus pintores, y episodios relacionados con su familia o amigos. No existe un marco general, ni un personaje dominante, acaso la voz de la autora, pero ni siquiera la constancia de esa voz en los once capítulos puede garantizar los desafíos compositivos de una novela.
Dicho esto, es preciso subrayar que El nervio óptico es un libro bastante singular y especialmente atractivo para el tipo de lector de nuestros días, un lector nativo de internet.
El nervio óptico es un libro que ha tenido un inmediato y universal éxito entre eso que hoy podemos llamar «sociedades de lectores». Basta acercarse al red social Goodreads para comprobar la buena aceptación de la autora entre lectores de las diversas lenguas a la que ha sido traducida. Me consta que ha sido un libro que ha ido adquiriendo relevancia no tanto por la crítica —también favorable aunque breve e interesada sobre todo en la vida de la autora—, como por la difusión boca a boca entre lectores. Es el tipo de libro con el que seguramente puede soñar todo editor literario del siglo XXI. ¿Por qué? La respuesta la dio Italo Calvino en los años ochenta del pasado siglo.
         Cuando en Seis propuestas para el próximo milenio (1985) imaginaba la posible literatura del siglo XXI se basaba en la experiencia de su propia obra narrativa y, sobre todo, en el arte de la «ficción» de Borges. Desarrolló cinco de esas seis propuestas: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad. Murió mientras redactaba el sexto de esos rasgos: consistencia, dedicado al Bartleby de Melville. Creo que buen parte del éxito de este libro entre lectores y editores está basado en el cumplimiento de las cinco propuestas de Calvino: es leve, con una ligereza primeriza y desclasada que hace muy atractivo el personaje de la narradora; es rápido, once capítulos a una media de unas 12 páginas por capítulo, y, a su vez, cada capítulo consta de dos o tres hilos narrativos independientes y sin apenas conexión; es exacto, o al menos finge ser exacto en las anécdotas o pequeñas biografías de los pintores que atraviesan cada capítulo; es visible, pues los cuadros son su leit-motiv, todos ellos se pueden contemplar en museos de la ciudad de Buenos Aires; y es múltiple, tan múltiple que el lector casi necesita tener a mano una conexión a internet para poder ver los cuadros, algunos muy poco conocidos, incluso extravagantes, a los que se refiere la autora. Internet será la fuente natural para completar y comprobar las noticias sobre las vidas de los artistas. Los más frikis, y no dudo que los habrá, buscan esos cuadros en sus visitas a Buenos Aires o leerán amplias biografías de los pintores para constatar las anécdotas biográficas. Lo que no parece tan claro es que El nervio óptico sea consistente, o al menos consistente en el sentido de la consistencia que podía evidenciar un relato tan magistral como Bartleby.
Lo que ha encontrado María Gainza en El nervio óptico es una fórmula que combina la autoficción fragmentaria, la escenas de historia del arte y el cuento. Una fórmula difícil de repetir, como se comprueba en La luz negra, publicado en España por Anagrama a finales de 2018. Aquí abandona la fórmula de éxito de El nervio óptico e intenta la novela corta sobre el negocio de la falsificación de arte en Argentina en la primer década del siglo XX  en torno a la misteriosa figura de «la Negra», falsificadora de lienzos de Mariette Lydis, retratista de alta sociedad bonaerense. Gainza trata de remedar la fórmula con motivo de los objetos que forman parte de una subasta y un juicio. Historias que se esconden y se rastrean a través de cartas, anotaciones personales, crónicas de época o legajos judiciales. Pero esta vez, me temo, que la fórmula no funciona. El lector esperaba un segundo «nervio óptico» y se encuentra con otra cosa.
Para explicar la forma o fórmula de El nervio óptico podríamos ponernos pedantes y ascender a las biografías de filósofos de Diógenes Laercio o las vidas de artistas de Giorgio Vasari. Estaríamos siendo pedantes, pero no nos estaríamos equivocando en cuanto a rastrear este gusto por dar una forma literaria a la crítica. Sin embrago creo que en el caso que nos ocupa es más sensato acotar los referentes a una contemporaneidad literaria latinoamericana, por un lado, y profesional, por el lado de las formas en las que se ha concretado la crítica y el ensayo artístico a finales del siglo XX. . En cuanto a los referentes en las letras latinoamericanas, me refiero sobre todo a la relectura que algunos novelistas en lengua española hacen de las Vidas imaginarias  (1896) de Marcel Schwob, mencionado, por cierto, por Gainza. En la estela de Schwob están algunas propuestas de Roberto Bolaño o Enrique Vila-Matas en libros como La literatura nazi en América (1996) o Bartleby y compañía (2000). En realidad casi toda la obra de Roberto Bolaño es un órdago a la grande de esos tres hilos que teje Gainza: autoficción, crítica e historia literaria, y relatos intercalados. La autora declara al final del primer capítulo la poética de su libro: «supongo que siempre es así: uno escribe algo para contar otra cosa».
Es imposible al leer este primer libro de la argentina María Gainza, no recordar el estilo crítico que John Berger fue desarrollando a través de sus numerosas obras, sobre todo a partir de la serie de televisión y posterior libro  Ways of seeing (1972). El punto de partida de Berger es conocido: ver es algo que sucede antes que las palabras, además ver (seeing) no es lo mismo que mirar (looking). La vista conlleva comprensión y conocimiento y es esta premisa la que explica la diversidad expresiva de su estilo crítico en el que combina narraciones, imágenes, anécdotas o experiencias personales, llegando incluso a la novela, la poesía, el teatro o el guión cinematográfico. En la pieza teatral titulada Será el parecido (1998), dedicada al escultor español Juan Muñoz, un personaje habla tras contemplar El perro, una de las pinturas negras de Goya que decoran las paredes de la «Quinta del sordo»: «Y llegamos a la conclusión de que era mejor ver cuadros en la radio que en la televisión. En una pantalla de televisión no hay nunca nada quieto y ese movimiento hace que la pintura deje de serlo. En la radio no vemos nada, pero podemos escuchar el silencio. Y todo cuadro tiene su propio silencio». Un silencio que habla, diría Gainza.
Otro precedente de su fórmula, aunque con un mayor calado poético, puede ser el libro del porta norteamericano Mark Doty Still Life with Oysters and Lemon (2001), en el que el autor elabora una serie de textos misceláneos sobre su gusto por las naturalezas muertas.
La virtud de este libro reside en ser consciente de un tipo de lector al que el también porteño Macedonio Fernández designó como «lector salteado», un tipo de lector del futuro que tendría a mano la posibilidad de distraerse, o perderse, en la lectura de una ficción que invita a mirar imágenes, ampliar las incitaciones de la imaginación con hipervínculos o comprobar lo que es real o falso en las anécdotas que narra. Ese lector nativo de internet acostumbrado al fragmento, la distracción y los argumentos cruzados.
Junto a esas pequeñas vidas reales e imaginarias de los pintores (Alfred de Dreux, Cándido López, Hubert Robert, Fujita, Coubert, Toulouse Lutrec, Mark Rothko, el matrimonio Sert, Rousseau el aduanero, Augusto Schiavoni o el Greco) se entrecruza la voz de una narradora, en un proceso de crecimiento y desclasamiento, junto a figuras de su familia, amigos, marido o las consecuencias emocionales de un embarazo.
Para Gainza las obras de arte nos punzan en el nervio emocional que comienza en la visión de algo, de algo que por ese mismo efecto emocional llamamos arte. 
Otra razón que puede explicar el éxito del libro es lo que podemos llamar el «arte de la cita», esa forma o función que, en opinión de Antoine Compagnon, es constitutiva de una forma de escritura desde Montaigne. «Me he dado cuenta, también, de que el buen citador evita tener que pensar por sí mismo», escribe Gainza casi al final de El nervio óptico. Siempre he pensado que un buen libro puede consistir en una cuidada colección de citas que escamoteen el pensamiento personal o que lo estimulen fuera de la escritura. El libro se abre con una cita de Joseph Brodsky que subraya la base visual de la poesía, junto a otra en la que la Lucrecia Rojas recuerda unas palabras de la pintora argentina Liliana Maresca, de la que fue pareja durante la época de los happenenings de los 80: «Me voy a mirar el cuadrito, decía Liliana Maresca después de tomar su dosis de morfina».
La propia Liliana Maresca podría ser protagonista de uno de estos once capítulos del nervio óptico, porque todos los cuadros que sirven a María Gainza para experimentar con su particular forma de la biografía, el ensayo, la crónica o la novelita, son cuadros que se pueden contemplar en colecciones públicas o privadas de la ciudad de Buenos Aires. A los cuadros se llega en el contexto de situaciones íntimas como un embarazo, la muerte de un familiar, el recuerdo de un incendio en la casa materna o el encuentro con un hermano después de una década. El cuadro no sólo es pretexto para perderse o desviarse por los caminos del arte, sino que la impresión emocional de la mirada sobre el cuadro ilumina esa zona que puede resultar oscura o difusa en la vida de la voz protagonista, la voz de una crítica de arte que por un lado trata de apartarse de los condicionantes de su familia, cuya madre pretende casarla con un polista, y una profesional del arte que más bien parece amateur por la libertad con la que se mueve entre sus opiniones y sus intereses por la vida y obra de los artistas. 
         Lo que A. S. Byatt llamaría the kick galvanic, o eso que se ha venido a llamar síndrome de Stendhal es la enfermedad de la protagonista. Una enferma de arte a la que la visión de un cuadro puede ponerle «los ojos como brújulas desmagnetizadas».
         Un cuadro de caza Alfred de Dreux le sirve para pasear por la historia argentina en su eterna dialéctica entre campo y ciudad, barbarie y civilización. Y contar algunas historias que cruzan las vidas de Dreux y Géricault. Y eso le lleva a recordar la absurda muerte en el campo de una amiga causada por una bala perdida de un cazador: «Uno escribe para contar otra cosa».
         Las escenas de la Guerra de la Triple Alianza pintadas por el argentino Cándido López son el pretexto para hablar de un día de niebla en la ciudad de Buenos Aires y una embarazada, la voz narradora, que conduce desorientada («mi instinto de supervivencia me lleva siempre a los museos, como la gente en la guerra corría a los refugios antibombas»), añadiendo un tercer hilo sobre un amigo alcohólico.
         Las ruinas pintadas por Hubert Robert le llevan a tratar sus complejos de clase alta y adinerada («las patologías producto de una infancia con todas las necesidades cubiertas: se la conoce como Tristeza de Niña Rica»), y el cuento de un incendio doméstico que la madre de la autora soluciona refugiándose en la embajada de Estados Unidos.
         La evolución de la amistad con una amiga de la infancia, y la vida en la casa art déco de su abuela, se enreda con los viajes europeos del pintor japonés Fujita en uno de los capítulos más conseguidos del volumen.
         Las marinas de Coubert, en concreto ese Mar borrascoso que se puede ver en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, da el tono a una aventura surfera juvenil y al camino enajenado de una prima a la que «también le llamaba el mar como un imán».  Este relato contiene uno de los momentos críticos más apasionados de Gainza, glosando alguna idea de Peter Schjeldahl, crítico de arte del New Yorker: «Coubert escupió a la idea de pureza porque lo que le interesaba era crear cuadros que sobresaturan los sentidos. Por eso Peter Schjeldahl dice que después de ver un Coubert uno tiene ganas de salir corriendo, armar un motín, tener sexo o comer una manzana. Sus cuadros producen fiebre pictórica».
         Mientras que una amiga, en un trenzado argumental con Fujita, da clase de español a una japonesa con un marido ausente y una pierna tres centímetros más corta que la otra, Toulouse Lautrec , al que llega la autora por la visión de En observación, un cuadro con caballos, sufre su deformidad física y bebe, dibuja y bebe, mientras aprende el arte de las estampas japonesas, el ukiyo-e.
         Ocupando la parte central del libro está el que es quizás el capítulo más redondo, el titulado «Una vida en pinturas». Desde el título Gainza señala al órgano de la visión, no de la mirada, pues como Berger toda su estética parte de la existencia de la visión en tanto que momento de compresión o epifanía.El responsable es el nervio óptico, encargado de enviar las señales que percibe el ojo hasta nuestro cerebro. El cerebro se encargará después de interpretar estas señales procedentes de estímulos externos para conformar la imagen mental de aquello que estamos viendo. Hay muchas referencias a problemas oculares en el libro, este capítulo central comienza con una visita al médico cuando la autora está aquejada de mioquimia, un temblor involuntario de las fibras musculares del ojo fruto del estrés, un estrés acaso provocado por la enfermedad de su marido y a la reflexión sobre la enfermedad y la muerte. Un cuadro de Marc Rothko en la sala de espera del doctor es de nuevo el pretexto para el más elaborado y brillante de estas piezas que componen el libro. La posición de Rothko frente al capitalismo y su mundo espiritual basado en el silencio hacen salir a la espléndida crítica de arte que es María Gainza: «Puede que mirar un Rothko tenga algo de experiencia espiritual, pero de una clase que no admite palabras. Es como visitar los glaciares o atravesar un desierto. Pocas veces lo inadecuado del lenguaje se vuelve tan patente. Frente a Rothko, una busca frases salidas de un sermón dominical pero no encuentra más que eufemismos. Lo que querría decir en realidad es “puta madre”».
         Siguen luego capítulos sobre Misia y José María Sert junto a la historia de un extravagante tío homosexual, Henri Rousseau el aduanero y los miedos a viajar, el retratista argentino Augusto Schiavoni y las historias de fantasmas con un amigo llamado Fabiolo, o El Greco y sus celos de Miguel Ángel junto a un reencuentro con el hermano emigrado en California.
         En fin, un libro recomendable. Un fórmula de éxito. Un recorrido emocional y divertido por un museo argentino. El pretexto de un cuadro y el postexto de una excelente crítica de arte con vocación de escritora.

*Artículo publicado en rumano en la revista Lettre Internationale, Bucarest, invierno 2018-2019.
         

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